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El balcón



Francisco Tario

El médico expresó que no, que no consideraba probable que le siguiera creciendo la cabeza al niño, aunque tampoco podría asegurarlo. Sí le recomendó a la madre que lo preservara del sol del verano, de los paseos excesivamente largos y de las noches demasiado húmedas. En especial, del viento.

Se habían quedado solos en el mundo y esto les hacía sentirse inmensamente felices.

Les parecía que el mundo entero les pertenecía, que el mundo en toda su inmensidad era suyo, aunque ambos tuvieran del mundo una impresión en extremo discreta. Para ellos dos el mundo era poco más que su balcón y su casa y aquella solitaria calle —la principal—, a la cual miraban todas las tardes, todos los días, quisieran o no, pero a la que raramente salían, pues ello era como evadirse del mundo, escapar de su felicidad y exponerse a perderla, un buen día, para siempre. Madre e hijo, a su manera, convenían en que permaneciendo en la casa protegían su dicha, defendiéndola de todos los riesgos.

No era una madre común y corriente, sino diferente de las demás, y sentía en su alma a su hijo también de un modo distinto. Es difícil explicarlo. Aquel niño le traía a la memoria los cuentos que oía de pequeña. No es que recordara en sí los cuentos, ni siquiera a qué se referían, ni quien o en qué lugar se los habían contado; mas simplemente con sentarse a su lado le parecía que volvía a escucharlos, transportándose, en compañía de él, a un país hermoso y triste como sólo existe en las páginas de los libros.

Algo así debía presentir el niño, pues se quedaba muy quieto, dejando que su madre le mirara. Y balanceaba la cabeza.

Por las tardes, ya que el sol iba cediendo, solían salir al balcón, sentándose cada cual en su silla. De un lado estaba la calle y, en sentido opuesto, la montaña. Por allí era justamente por donde se ponía el sol a diario. Entonces el bosque resplandecía, se podían contar los árboles, uno por uno, y tocarlos casi con la mano. Mas, sucesivamente, los árboles iban oscureciéndose, formando una sola copa oscura, y el viento empezaba a soplar. Aquí era cuando la madre recogía con precipitación las sillas y cerraba de golpe el balcón.

Ya comenzaba la noche y deseaba proteger la cabeza del niño. Las noches eran muy frescas y, por si fuera poco, ventosas. Aquella oscuridad y aquel viento la llenaban de zozobra, haciéndola pensar que en cualquier momento podrían tomar, de pronto, a su hijo, envolverlo y apresarlo y llevárselo consigo. Todo esto la consternaba.

Los vecinos solían preguntarse —y alguna vez se lo preguntaron a ella— qué hacía con su hijo en el balcón durante tanta interminable tarde. Ella simplemente sonreía. Por nada del mundo lo hubiera dicho, jamás reveló la verdad, considerando que si lo hiciera, sería como abrir las puertas de su casa y permitir que su casa se llenara de vecinos. Toda su felicidad, entonces, se iría a pique, como un barco, y su hijo y ella quedarían flotando solos, en una soledad distinta, a merced de los vecinos y de las olas.

Le gustaba la voz de él en el balcón, relatándole sus sueños. Y ella se asombraba de estos sueños, no parecidos a los que ella tenía, que le hablaban de un mundo misterioso, no hecho para nosotros, donde todas las cosas eran distintas. Sospechaba que sólo una inmensa cabeza, una cabeza poco común como la de su niño, era capaz de sobrellevar tal cantidad de sueños. Que únicamente de una cabeza así podía derivarse semejante dicha. Era el pago.

Mas cuando él no tenía ya que contar, porque aquella noche no había soñado, o porque había contado ya todos sus sueños, o repetido el mismo infinidad de veces, la mujer se acongojaba y, dejando de mirar al niño, se ponía a pensar asustadamente en su cabeza. La enorme cabeza del niño si que la sobresaltaba entonces. Cuánto debería pesarle aquella desmesurada cabeza, mirándole, como estaba ahora, reclinado en su asiento y con la cabeza a cuestas.

Sólo un viejo pensamiento devolvíale la felicidad perdida; aquel pensamiento que le decía que sólo en virtud de la desmesurada cabeza le seria dado conservar siempre al hijo consigo. Sentía entonces un bienestar tembloroso que le subía, como un vino, del alma, máxime si alcanzaba a descubrir a algún niño que cruzaba la calle, alejándose cada vez más y sin cesar de su pobre madre. Nada la desazonaba tanto como esos niños que crecían, corrían y reían lejos de sus madres. Como esos niños de menudas cabezas que lanzaban piedras al agua y se pasaban la vida en la escuela. Todos los días. Todos los años. Era inaudito.

En su casa, en cambio, la vida era diferente, prodigiosa. No tenía sino que alargar una mano y allí estaba siempre el niño, esperándola. Tampoco él pensaba en salir; no lo apetecía. En alguna ocasión lo había intentado —hasta la confitería— y había vuelto confuso y triste, rendido de transportar consigo su cabeza, clavada como una estaca entre los hombros. Unos niños le gritaban o pretendían acorralarlo, y otros le hacían señas desde sus ventanas, levantando los visillos. No le complacían estos paseos y rara vez, a su regreso, lograba conciliar el sueño. Eran noches terribles. La cabeza le pesaba, le pesaba, y no había forma de que lograse acomodarla sobre la almohada.

Bien que se lo decía ella: si su felicidad estaba allí, en el balcón, en su cuarto, en el pequeño patio de su casa, donde él tantas veces se quedaba dormido. Entonces ella estiraba un poco el cuello y se le quedaba mirando, extasiada, desde la ventana de la cocina. No se cansaría de mirarlo. Daba gracias a Dios, y lo miraba y lo remiraba, agradeciendo a Dios el raro privilegio que le había otorgado, y sonriéndole y sintiendo que Dios también le sonreía, y que algunas tardes, no todas, Dios descendía hasta su balcón y se sentaba entre ellos. Pensaba que entre su hijo y Dios, y entre su hijo y ella, mediaba como un acuerdo expreso del cual no convenía poner al tanto a los vecinos.

Tal vez su sonrisa fuese insulsa, pero constante y muy misteriosa. Y el niño también sonreía, aunque con menos frecuencia.

Cuando miraba tras los cristales, ya que su madre había cerrado el balcón, y cruzaban el aire infinidad de pájaros veloces, él dejaba de sonreír y experimentaba cómo aquella celeridad de los pájaros estremecíale de emoción el cuerpo, salvo la cabeza. Es de suponer que le habría gustado seguirlos, viajar con ellos y elevarse como un globo cautivo. Ser la irrisión de todos e incluso abandonar a su madre. Mas pronto se arrepentía de todo eso, rompía débilmente a llorar y, balanceando la cabeza, que a aquella hora de la tarde siempre empezaba a dolerle, iba en busca de su madre. Volvía entonces su felicidad y pestañeaba inquietamente. Lo que le explicaba ahora su madre era que ésa, y no otra, era su felicidad. Que no existía más felicidad que aquélla.

Pero una tarde ocurrió un contratiempo.

Ya el reloj daba las seis y el niño no aparecía. Más tarde sonaron las siete y el reloj quedó en silencio. Se hizo, por fin, de noche. Una noche por demás ventosa, y el reloj continuó sonando. Muy pronto serían las diez. Ya estaba allí la medianoche. Nada se oía en el pueblo, nada parecía existir en la espantosa noche, a excepción de una campana que rompió a doblar de improviso, a tan intempestiva hora. Y la madre supo que era su hijo —porque, ¿quién más podía ser?— quien hacía sonar la campana de ese modo. Desde hacía años venía mostrando una extraña ansiedad incomprensible por hacer sonar una campana. Y cuando la campana calló, la mujer sintió que se moría de pena. "¿Hacia dónde habrá escapado el niño ahora?" —se preguntaba. También ella se lo imaginó volando, pequeño y enorme como un globo, manoteando a tientas el aire, perdido. Lo presentía ahora sobre el pueblo. Aquí o allá, pero sobre el pueblo, a merced del viento y a oscuras. Aquella inicua oscuridad del cielo la cegaba. No la dejaba mirar, buscarlo.

Ya iba camino del bosque, sin saberlo, revolviendo con los pies las hojas, levantando torbellinos de hojas, asustando, de paso, a los pájaros. Sin saberlo, iba ya formando parte de aquella infinita noche, que sobrecogía el ánimo. Desde qué hora llevaría el niño caminando, llamándola sin cesar por entre los árboles, tropezando y enredándose en las ramas, tratando de volver a casa. Echó cuentas del tiempo: qué mortal cansancio. Aunque pudiera ser que el niño durmiera. Para aquellas horas siempre estaba dormido. Entonces recordó un sueño que tuvo la primera vez que llamó al doctor. En su sueño, el niño dormía; mas, a un tiempo, su cabeza crecía, crecía y estallaba de pronto. Simultáneamente el cuarto se llenaba de mariposas. Eran cientos y cientos de mariposas las que escapaban volando de aquella infortunada cabeza. Pero el doctor había dicho que ni aun en sueños ocurren semejantes cosas y que hacía mal en imaginarse a su hijo de esa manera.

Iba haciéndose ya de día —una esplendorosa mañana—, y el bosque quedaba atrás, cubierto de hojas. De no haber llevado semejante prisa, le habría gustado detenerse y escuchar durante un buen rato el raro rumor de las hojas. Quizás, a pesar de todo, se sentara. ¿Haría mal en intentarlo? ¿Qué mal podría haber en que una mujer, a quien su hijo se le ha perdido, se siente un momento en el bosque y se ponga a escuchar esa música? ¿Qué otra música mejor y más suave que la de esas limpias hojas que nacen y mueren en el árbol, y que después caen y vuelven a vivir de nuevo, tan pronto empieza a soplar un poco de viento? Se sentaría allí, ni dudarlo, aunque después siguiera buscando a su hijo.

Pensaba ahora en el balcón. Y en cuando era joven. No recordaba, por cierto, haber sido niña alguna vez. Aquel día que se casó, todo el firmamento estaba azul y su balcón lleno de flores. Tenía presente su rostro, igual que si se mirara hoy a un espejo. Cuán lejos se hallaba entonces de imaginar que su marido moriría tan pronto. La última vez de todas le vio vestido de soldado. Adiós, adiós, le decía. De soldado su marido. ¿Y para qué? Se echó a reír, sin proponérselo. Mas tanto y tanto pensaba, era tal el ruido de sus pensamientos, que había dejado de prestar atención al raro ruido de las hojas. La vida le pareció extraña, hermosa, triste y larga, como un sueño. Sintió ganas de llorar y después de reír alocadamente y por fin de cubrirse el cuerpo con aquellas hojas.

Le pareció que se dormía, pero por una eternidad de años. "Debo regresar —admitió, muy dentro de si misma—. He de regresar a casa cuanto antes.''

Y luego:

"No me dejaré embaucar; no debo. Es probable que él me espere, pues ya va siendo hora del desayuno."

Y así lo hizo, sacudiendo de sus faldas hasta la última hoja. Allá iba.

Y he aquí que cuando llegó a su casa, ya muy entrada la mañana, se encontró con que su hijo estaba allí, como venía suponiéndolo. Acababa de levantarse y los dos rompieron a llorar. La mayor parte del día se la pasaron llorando, sin saber ni aproximadamente por qué. Recorrían la casa llorando. Visitaron toda la casa y el patio, sin dejar de llorar un instante. Todo, a la vez, los conmovía y todo los inundaba de gozo. Todo era leve y claro para ellos, como una nueva dicha.

Por la tarde, alrededor de las tres, abrieron de par en par el balcón y se sentaron en él, como de costumbre. Era el último día del verano y se podían contar, uno por uno, los árboles del bosque. Preguntó ella, al cabo de un rato:

—Dime, ¿soñaste algo?

Pero eran ya perfectamente invisibles, y la casa entera, desde hacía muchos años, permanecía cerrada, incluyendo el balcón. Ningún vecino del pueblo alcanzaba ya a recordar ni por lo más remoto quién habría podido habitar en otro tiempo la casa.

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