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El plato de Moustiers


Estoy de acuerdo con ustedes en que tengo mala fama.

Pero por haberlo dicho en una mala hora, murieron algunos hombres con varios centímetros de acero entre las costillas.

Es cierto, señor, que usted se ha mostrado generoso con este whisky y que este whisky es magnífico. Sin embargo, es de sabios no abusar de las palabras vanas y malsonantes respecto a mí.

Hauser, que mandaba el navío Einhorn, murió de fiebres en el hospital de la Marina. Toda mi vida lamentaré la pérdida de este hombre de bien. Me dijeron que había cogido la enfermedad en las malditas brumas del río Flinders; otros pretenden que fue mordido por uno de esos sucios calamares de Terranova que tanto abundan en esas aguas malditas de los caprichos misteriosos y cuyo veneno, de acción retardada, se muestra inexorable.

El timonel, Jimmy Cluppins, que era buscado por tres o cuatro Policías del mundo, se evaporó inteligentemente. Pudo alcanzar Frisco y, de allí, Illinois, donde, según dicen, se dedicó a la cría de ganado.

Corría el año 1907 cuando el Einhorn fue anclado en el puerto trasero de Sydney, en un sitio bastante malo, donde no se le podía vigilar bien. Pero no había nada que robar a bordo, a menos que le gustaran a uno las ratas azules y las cucarachas gigantes.

Era un buen navío, aunque yo le censuro un palo de mesana demasiado alto y demasiado pesado, que exigía una cangreja muy ancha y maniobras difíciles.

Si yo me deslicé dentro de su casco, no es que tuviera malas intenciones, sino que, como ya he dicho, quería mucho a Hauser y me hubiera gustado conservar algún recuerdo suyo.

No encontré nada, pero me entretuve por allí; sin embargo, en un armarito descubrí, entre restos de vajilla, un plato intacto.

¿Les he dicho ya que yo pertenezco a una excelente familia que me dio educación?

No soy vanidoso por eso; pero si no lo digo, no comprenderían ustedes cómo reconocí una magnífica porcelana de Moustiers, con dibujos grotescos, del extraño segundo periodo de la fabricación Clérisy, cuyos figurines fueron pedidos al flamenco Floris o al maravilloso Callot.

Sin embargo, la imagen central del plato no debía nada a esos dos artistas, sino que me pareció nacida de una fantasía desconocida.

Representaba un personaje repugnante, de gruesa cabeza porcina, vestido de un jubón amarillo de anchas faldas, tocado de una caperuza y cabalgando una quimera descarnada: una caricatura monstruosa.

Seguramente hubiera conservado ese recuerdo si no hubiese perdido nueve chelines y diez piastras mejicanas al estúpido juego del cribbage.

Bloch-Sanderson, el judío de Shepherd-lane, me dio una libra por mi plato, prometiéndome otras dos si yo le llevaba el que hacía juego con él.

Yo no había explorado concienzudamente el armarito; por tanto, volví a bordo del Einhorn.

Hacía frío y estaba muy oscuro. La linterna que me alumbraba lucía con una llama muy mala.

No descubrí otros platos de Moustiers, sino una gruesa botella panzuda llena de un licor que olía muy bien.

En las riberas del río Flinders vive una tribu de pescadores de holoturias, hombres espantosamente feos, con cabeza de monstruos, pero que realizan una industria muy curiosa. Entierran sus muertos en mantos de plumas, que valdrían quinientos dólares en Frisco (San Francisco), y fabrican, con ayuda de algas y de arándanos lacustres, una bebida muy espirituosa y de excelente gusto. No dudé haber puesto la mano encima de una bottle de ese vino del diablo, que saboreé con verdadero placer.

Cuando quise ganar tierra firme, me sentí con los pies tan inseguros y la cabeza tan pesada, que decidí tumbarme en la banqueta de ladrillo, que había debido de soportar muchas veces, como lecho de reposo, el cuerpo del desgraciado Hauser.

Me desperté en una aurora siniestra y amarilla, que despedía olor a tifón, sacudido como una barrica soltada en el fondo de una bodega.

—¡Por Júpiter!—me dije—. He aquí un barco que, para estar anclado, se mueve como un demonio.

Subí al puente, cuyo ángulo de banda era fatal, y me puse a maldecir y a gritar de ira y de terror.

¡Me hallaba en alta mar!

El Einhorn enarbolaba todas las velas y marchaba a toda velocidad, con las velas hinchadas por el viento, en medio de la corriente y de la niebla.

—¿Quién es el hijo de perra que me ha jugado tal faena?—aullé.

—Yo soy—respondió una voz aflautada.

Y vi a un espantoso individuo, apenas más alto que tres manzanas superpuestas, sentado en la banda de babor.

Me quedé con la boca abierta.

—¿Dónde diablos he visto yo semejante esperpento?—me pregunté, cuando, pasado el primer momento de estupor, pude articular palabra.

—Este esperpento te proporcionó una libra—comenzó el hombrecillo—, aunque valiese mucho más. Si no estuviese de excelente humor, por este tiempo adorable, hubiera visto en eso una injuria a mi dignidad y te lo haría pagar caro, especie de bacalao salado.

¡No, mil veces no!

Oírme tratar de bacalao salado por una sabandija, alta como una botella, que le lleva a uno a su capricho a través del viento y del mar, me pareció un poco fuerte.

Me acerqué a él, blandiendo los puños.

Estalló en carcajadas.

—¡Conserva la calma, o Croppy se mezclará en el asunto!—se burló.

Oí silbar a mi espalda y, al volverme, me encontré, cara a cara, con la quimera del plato. Tenía el tamaño de un dogo danés y parecía terrible.

—Bueno—dije—. Sin duda había una droga asquerosa en la botella que vacié y estoy embarcado en una pesadilla.

—¡Oh!—exclamó el enano—, no lo creas. No hay nada en el mundo más real que Croppy y yo… Vamos, vamos, amigo mío: baja a la cocina y prepáranos la comida.

El monstruo se puso a silbar a más y mejor, y no tuve más remedio que obedecer.

En contra de lo que esperaba, encontré la cocina atiborrada de excelentes vituallas: carnes, tocinos, manteca danesa y legumbres secas, con lo cual hice una especie de rancho. Me comí una fuente y grité por la puerta que todo estaba dispuesto.

Sírvelo en el comedor de oficiales, pedazo de imbécil, y pon cuatro cubiertos. ¿Dónde tienes los ojos, marinero del demonio, para no ver que Croppy tiene tres cabezas?

Era verdad. El monstruo tenía tres cabezas, y las tres a cual más estúpidas y feas. Además, olía espantosamente a azufre, ajos y pescado ahumado.

—jBah!—me dije—. Después de todo, esta pesadilla no es demasiado desagradable, porque el rancho que me he comido tenía un gusto auténtico a jamón, lentejas y salsa picante. Mañana haré un pudding de arroz fermentado.

Cayó la noche.

Preparé café y confeccioné abundantes sandwiches de carne de vaca, salmón salado y galletas de inmejorable calidad.

Descubrí sin dificultad un barrilito de ron, del que me serví una buena copa, sin esperar el permiso de mis extraños patronos.

Al tercer día de navegación, apareció a babor una isla.

El tiempo era claro y bueno; la corriente, regular.

Los cocoteros emergieron del mar, inmóviles, como recortados en el cielo. Dos o tres tiburones de piel azulada abanicaron con sus aletas mojadas la superficie del agua.

—¿Vamos a dar una vuelta por tierra?—pregunté—. Sería fácil, ¿comprenden?

Sin haber hecho ninguna maniobra, el velero puso proa al atolón.

—Será preciso arriar un poco las velas si no queremos romper la cara a una docena de infusorios —añadí de buen humor.

No me llegó ninguna respuesta.

Me pose a la búsqueda del enano del juban amarillo y de su dogo de tres cabezas, pero no los encontré.

Mientras tanto, el Einhorn se había deslizado contra la muralla de coral gris y se pegaba a ella como al muro de un muelle.

Necesité algún tiempo en arriar todas las velas; pero, con gozoso asombro, aquello fue casi un juego de niños, y eso que la tal tarea pide, por lo general, más de dos brazos.

—Escuchen—grité—: si eso no les dice nada, continúen ocultos; pero yo quiero pisar el suelo de las vacas, porque me gusta el pasto.

Conozco bien las islas del Sur, y por la que yo me aventuré no difería mucho de las que había visitado durante las campañas de copras y holoturias, en las que tomé parte.

Los cocoteros eran altos, ricos en frutos y bien cuidados. En el agua, clara y tranquila, del atolón evolucionaban los pequeños, pero suculentos, abadejos de las rocas, de los que me prometí hacer buena pesca. A lo lejos, veía el fondo verde de la espesura y las tierras enceradas de los mangles.

El suelo estaba duro y brillaba como salpicado de mica.

"Seguramente habrá un pueblo", me dije, siguiendo un camino que me pareció muy entretenido.

Recorrí una legua a través de la espesura sin encontrar trazas de él, ni siquiera pude ver una humareda en el espacio.

Entonces, en un brusco recodo que hacía casi ángulo recto con el camino recorrido, vi la casa.

¡Dios mío! Jamás hubiese esperado ver una semejante, edificada sobre sólidos ladrillos rosas, en medio de esta piojosa selva de Oceanía.

—He aquí una casita que el pájaro Rock ha debido de robar de algún pueblecito de Francia antes de dejarla caer en este perdido agujero—me dije—. Pero ¿por qué asombrarme? He visto muchas parecidas desde la noche en que hice una visita a ese valiente Einhorn. ¡Veamos si hay gente dentro!

La puerta, situada en lo alto de una escalinata de piedra azul, estaba entreabierta y daba a un vestíbulo de agradable aspecto.

Olí un perfume de casa burguesa, producido por agradables olores de cocina, de confituras y de tabaco español.

Vacilé ante tres o cuatro puertas; de pronto, una voz dulce y cortés me invitó a tomar la del fondo, a mi derecha.

—¡Entre, monsieur Grove!

Me llamo, en efecto, Nathaniel Grove. Pero, de todas las cosas que me fueron inexplicables en el transcurso de mi aventura, la de ser reconocido así me pareció la más extraordinaria.

—Mi nombre es, en efecto, Nathaniel Grove—dije, al entrar en un salón rosa, como el corazón de una granada.

En un sillón bajo, con un cigarrillo entre los labios, una joven de agradable rostro me sonreía.

—¿Arak-punch, whisky o champaña francés?—me propuso.

—Es usted muy amable—le dije, saludándola. Puesto que me lo pregunta con tanta gentileza, gustaré de su champaña.

Un tapón dorado saltó al techo y me sirvieron una buena cantidad en una copa de cristal.

—Puesto que conoce mi nombre —dije, atreviéndome, porque la individua acababa de hacerme un guiño un poco extraño para una dama de buena educación—, ¿sería indiscreto preguntarle a quien tengo el honor…?

Llámeme condesa, ¿quiere? respondió ella, sonriendo.

—Con mucho gusto —dije, riendo más fuerte que ella—, tanto más cuanto que yo soy marqués.

Cogió un cigarrillo de una cajita de plata y, con ademán cordial y gracioso, me lo arrojó para que lo atrapase al vuelo.

—Así, pues, fue usted quien robó el plato de Moustiers de ese barón de Nuttingen, ¿eh?

—¡Oooh!—respondi—. Es usted una persona que está perfectamente al corriente de las cosas, pero no sé nada de vuestro barón.

—Ha debido de ser compañero de usted durante algunos días, así como su fiel Croppy. Pero supongo que, después de tantos años, ha debido de aprovecharse de su tontería de usted para tomar el aire y estirar un poco las piernas, ¿no?

—¡Hum!—exclamé. No la comprendo bien. Me está usted acusando de tontería. Será preciso explicar, pequeña; perdón, condesa…, lo que usted quiere decir, porque yo estoy muy orgulloso del honor y de la cortesía que se me debe.

—Es justo —aceptó ella, llenando de nuevo mi copa—. Le debo explicaciones. Yo me llamo Jeanne Ardent, condesa de Frondeville. ¿Este nombre no le dice nada, monsieur Grove?

—¡Hum!… Pues no… A menos que… Yo poseo algunos conocimientos históricos… relacionados con los estudios que me impuso Cambridge. Al principio del siglo dieciséis hubo, en algún lugar de Francia, en Albi si no me equivoco, una madame Ardent que terminó en la hoguera por el delito de impostura y brujería.

Ella aprobó con la cabeza.

—Esos son conocimientos que le honran, monsieur Grove. Pues bien: yo soy esa madame Ardent, como usted dice.

—Bien—dije—. Usted quiere reírse de mi. A mi me gustan mucho las bromas, y esta es de mi agrado. He visto, en el transcurso de mi existencia, algunas personas que, por ser obstinadas en medio de un incendio, fueron quemadas vivas. Pero usted no se parece en nada a ellas.

—Eso es una galantería por su parte—dijo la mujer amenazándole graciosamente con un dedo—. Sin embargo, espero que me crea usted sincera. Sí, le confieso que yo no era tan bella cuando, apagada la hoguera, el verdugo de Albi me sacó de entre las cenizas.

Afortunadamente, mi buen maestro en magia negra, el sabio Bartholemé Lustrus, por la virtud de poderosos sortilegios, me volvió a la forma que tiene usted en este momento ante sus ojos, monsieur Grove.

—Es… realmente agradable —balbucí, muy desconcertado.

—Le he concedido la gracia de un relato largo—continuó la mujer—. El hombre que me denunció a los jueces era primo mío, el barón Nuttingen, el cual me hacía la corte. Usted lo conoce, monsieur Grove, y me dará la razón si le digo que era de aspecto desagradable, de mal carácter y, además, hubiera constituido un pésimo marido. Mi buen maestro Lustrus, ayudándome con su ciencia, hizo que yo lo aprisionase por mil años en un plato de Moustiers.

—¿Aprisionado en un plato?—pregunté, asombrado.

—Usted no conoce los cuentos de hadas, monsieur Groves; si no, no se asombraría de tal cosa. El gran rey Salamón no hacía jamás otra cosa con la gente que le molestaba, y hasta con los genios. Ahora bien: los cuentos de hadas están hechos sobre los vestigios de su terrible y justa sabiduría. Así, pues, yo aprisioné a Nuttingen y le di hasta un bueno y feo guardián en la persona tricéfala de Croppy, que yo copié aún más feo sobre la Quimera antigua. iAh monsieur Grove, qué imperdonable falta ha cometido usted!

—¿Una falta… yo?

—Al vender un plato de Moustiers de semejante valor por una libra a un mezquino mercader judío. Porque usted no sabe lo que ese Bloch-Sanderson, de Shepherd-lane, ha hecho con él.

—En efecto, lo ignoro.

—Ha raspado la imagen de Nuttingen y de Croppy para pintar en su lugar, valiéndose de un hábil falsificador, una figura imitada de Callot. Al hacer eso, ha devuelto la libertad a mi famoso barón.

Quise protestar, pero me impuso silencio con un gesto autoritario.

—La primera cosa que hizo mi antiguo pretendiente fue elaborar un rápido plan de venganza, al cual ganó al estúpido Croppy. Desplegaron velas hacia esta isla donde se guarece mi vida, que, puedo decírselo, será muy larga todavía. Afortunadamente, advertida por la ciencia de mi buen maestro Lustrus, pude tomar la delantera. Ayer, Nuttingen y Croppy cayeron por la borda y los tiburones han dado buena cuenta de ellos, eso se lo digo yo. Pero no era ese el castigo que yo destinaba al barón y, se lo juro, lo lamento de veras.

Hizo que volviera a beber champaña.

Mi ciencia me obliga a ser justa —dijo, tristemente—, y debo decirle que me veo obligada a hacerle pagar por su ligereza. Deberá ocupar, ¡ay!, el lugar de ese horrible Nuttingen. Sólo que lo hará sin Croppy y sin ninguna otra compañía de ese género.

Me eché a reír, pero a reír…

—Si es el champaña el que se le ha subido a la cabeza —dije, grosero—, lo comprendo todo… Usted no es una bruja, usted no ha sido jamás quemada, sino todo lo contrario, porque es usted espantosamente bonita. Pero hoy…, ¡ejem!…, usted está un poco ebria…, muy ebria quizá…

—¡Maldito miserable!—bramó la mujer.

Pareció sacudirme un tornado y… me encontré en Sydney, en el muelle del puerto trasero, frente al Einhorn, que se balanceaba tristemente al extremo de sus cadenas selladas.

Le he contado a ustedes un sueño que, gracias a la damita y a su champaña, no ha sido demasiado desagradable.

Pero le debo esta verdad: dormí tres días completos. Esos feísimos individuos de las riberas del río Flinders, con su vino de algas, son los verdaderos brujos de este relato.

* * *

Nathaniel Grove desaparece aquí de nuestro horizonte, al menos parcialmente.

Contó su abracadabrante aventura a Maple Théobald Fitzgibbons, un hombre honorable, muy conocido en los medios más respetables de la marina de Sidney y hasta de toda Australia.

Fitzgibbons se marchó encogiéndose de hombros, no lamentando más que el precio de algunos vasos de whisky.

Pero ocho días más tarde se encontró ante la tienda de Bloch-Sanderson.

—¿Quiere usted aprovecharse de una buena ocasión, monsieur Fitzgibbons? —le preguntó el judío en cuanto lo vio—. Tengo en la tienda un soberbio plato de Moustiers, con figuras de Jacques Callot… Aquí lo tiene. ¿Qué dice usted…?

—¿Un Callot esto?… ¿Se quiere usted reír de mí? —dijo Fitzgibbons indignado, ya que se consideraba entendido en ciertas cosas.

El judío se inclinó sobre su hombro y se puso a aullar de ira.

—¿Qué es esto? Hace algunos días había aquí un Callot legítimo, y ahora… ¿Por qué brujería infernal ese marinero borracho se encuentra pintado en mi plato?

Maple Théobald Fitzgibbons reconoció la cara de Nathaniel Grove.

—Es lo mismo. Se lo compro dijo, reprimiendo mal su emoción.

Vuelto a su casa, examinó su compra con ayuda de una potente lupa.

La imagen de Grove estaba cocida en la porcelana según el procedimiento empleado en Moustiers, el cual, conservando admirablemente los contornos y las líneas, atenúa ligeramente los colores y altera las medias tintas. Los detalles eran de una claridad sorprendente, y el cristal de aumento reveló hasta la barba de tres o cuatro días del marinero.

Pero lo que impresionó, digamos mejor, aterrorizó a Fitzgibbons fue la mirada, la expresión de la mirada: tras los barrotes de las inmisericordes cárceles, los ojos de los presos deben de expresar una desesperación semejante.

—Grove —murmuró Fitzgibbons—, si pudiese hacer algo por usted…

¿Fue víctima de una ligerísima ilusión óptica, debido a que su mano temblaba mientras sostenía la lupa? El rostro de Grove se había crispado y sus labios se habían movido…

Aquí, una antigua enfermedad, en gran parte curada además, vino en ayuda de Fitzgibbons: en su juventud estuvo atacado de sordera por la explosión demasiado cercana de una mina de cantera y había aprendido a leer bastante bien las palabras en los labios de las personas.

Ahora bien: Grove acababa de articular lentamente Flin-ders.

Eso fue todo; porque, repetida la experiencia, no dio ya resultado alguno. Nathaniel Grove, como dicen los niños, permaneció callado como un muerto. Tan mudo como las carpitas chinas que adornaban los bordes del plato encantado.

Fitzgibbons, como todos los hombres de acción que han hecho una rápida fortuna en los arenales auríferos o en las pesquerías, estaba aburrido y no sabía cómo gastar sus libras esterlinas. No tardó mucho tiempo en tornar una decisión que le hizo emprender el camino de la aventura.

Morton y Doove, acreedores del difunto Hauser, podían disponer del Einhorn y no pedían más que recuperar algunos fondos.

No fue preciso más de tres semanas a un equipo de buenos obreros para poner en condiciones el navío, y otra semana a Fitzgibbons para encontrarle una tripulación a propósito y un capitán.

Este, el grueso Bill Tugby, tenía quince años de cabotaje en su haber marino y conocía al dedillo el golfo de Carpentaria, donde el Flinders y su también misterioso hermano, el Leichardt, acababan su destino fluvial.

—Quiero remontar un poco ese maldito foso —gruñó —y hasta ver lo que pasa en sus orillas, porque no es imposible regresar de él con un cargamento de marfil o con el contenido de una bolsa de oro virgen.

Se instaló un motor auxiliar a bordo del Einhorn y el navio se hizo a la mar.

Doce días más tarde, Fitzgibbons subió a él en Townsville y el resto del trayecto se hizo sin novedad.

Cuando echaron el ancla más allá de la barra del Flinders hacía un calor tórrido, y el grueso Bill no parecia dispuesto a arriesgar su amplia persona en el agua para llegar a tierra.

Es en la vecindad del Flinders donde se manifiesta la extraña presencia de las “cigarras de mar”, insectos marinos que no existen ya apenas, pero de los cuales se oye con frecuencia por los meridianos infernales del Carpentaria. Toda la atmósfera es entonces un chirrido ardiente, frenético; un frenesí de élitros alocados, que traspasa el tímpano, se instala en el cerebro, lo taladra, lo lima, lo perfora con miles de dardos.

Bill Tugby no creía en las cigarras de mar, pero… y seguramente a causa de ello…, acusaba de este rumor diabólico a los innumerables tiburones que hendian con sus aletas la corriente movida del Carpentaria.

—Si no os causan un daño, os causan otro—gruñía, dirigiéndose a los escualos.

Desde entonces, Fitzgibbons se preguntó con frecuencia por qué fue a buscar, en una de sus maletas, el plato de Moustiers; por qué se acodó en la banda de estribor para contemplarle al sol.

Bill, brillante de sudor, fumaba su pipa, con la espalda apoyada contra la bitácora. Los marineros dormían en la playa que se extendía frente a ellos, con las piernas plegadas y sus dientes blancos riendo a la alocada claridad del día. Missi, el gato de a bordo, instalado en el cuarto de círculo de su cola, miraba a lo lejos con sus enormes ojos amarillos que aquella claridad cegaban.

De repente, el plato se escapó de las manos de Fitzgibbons y se pegó boca arriba sobre el agua, donde flotó un momento antes de realizar una ligero bam.boleo que le hizo hundirse.

—¡Maldita sea!…—blasfemó Fitzgibbons.

Pero inmediatamente se estremeció de terror.

Un grito espantoso se elevó del mar. El grito de un hombre a punto de morir.

—¿Qué es eso?…—preguntó Bill, yendo hacia él.

De nuevo se elevó la lIamada de agonía, que quedó cortada bruscamente.

En el lugar donde el plato acabada de desaparecer, Fitzgibbons vio un enorme huso gris nadar entre dos aguas.

Oyó un breve crujido y casi inmediatamente una enorme mancha de un rojo sucio extenderse por la superficie del mar.

—¡Por todos los diablos del infierno!—rugió Bill Tugby—. ¡El tiburón acaba de zamparse a un hombre !

Aventuró una mirada sobre el puente, donde los marineros se despertaban

—¡Ah!… Sin embargo, no ha triturado a ninguno de esos holgazanes—exclamó—. ¡Que permanezca colgado por el cuello hasta que la muerte me lleve si comprendo algo de lo que está pasando!… ¿Y usted, míster Fitzgibbons?

Mapple negó con la cabeza, lentamente.

Aquella noche, Bill Tugby subió al puente, pero Mapple permaneció solo en el comedor de oficiales.

—¿Qué he venido a buscar aquí? —murmuró—, Seguramente quiero librar al pobre Nat Grove de su cautiverio; pero ¿cómo?

Él no lo decía; pero ante sus ojos, más allá de una espesura formada de euforbios y adelfas, surgía una casa burguesa de habitaciones frescas y umbrosas. Atravesaba un vestíbulo y empujaba una puerta para escuchar una voz acogedora que le ofrecía champaña francés.

Por la mañana, los juramentos de Bill Tugby le arrancaron de su sueño lleno de pesadillas.

—Si eso estuviera en los mapas, diría que estaban hechos por ignorantes y marinos disecados; pero conozco la Carpentaria como mi bolsillo, y mire…

El gordo se quedó sin palabras para designar una isla que acababa de surgir a babor.

—Aquí no hay islas… Jamás las ha habido. Claro que esta no es la primera broma que nos gasta el Flinders; pero nunca ha fabricado islas…, y menos una como esa. ¡Hasta la Grote Elandt es una piel de plátano comparada con esa!

Fitzgibbons vio alzarse los altos cocoteros, de un negro azulado, sobre el fondo lechoso del cielo matinal.

Dentro del campo visual de sus gemelos descubrió las tierras negras de los mangles y un trozo de carretera centelleante, como salpicada de polvo brillante.

—Y, además, un atolón —se lamentó Bill Tugby—. ¡Como si no hubiera bastante coral en la vecindad para hacer pendientes para una negra! Ya se lo digo, míster Fitzgibbons: allí dentro hay algo poco cristiano.

Extrajo enormes nubes de humo de su pipa y se calmó un poco.

—Además, no es la primera vez que el Flinders bambolea a quienes se atreven a acercarse a su estuario —concluyó.

Fitzgibbons hizo echar el ancla. Se encontró un fondo de arena a quince brazas, lo que hizo jurar de nuevo a Bill Tugby.

—¡Arenas a quince brazas con un atolón delante de las narices!… Eso es suficiente para abrirle a uno las puertas del infierno. En fin, nunca se sabe lo que se puede ver en la Carpentaria; pero lo de hoy, para mi gusto, es una broma exagerada. ¿Embestimos el atolón, mister Fitzgibbons?

—Esperemos aún un poco —decidió este.

Permaneció toda la jornada con los ojos pegados a sus gemelos, esperando ver a la isla desvanecerse como por arte de magia.

Pero no fue así, y su magia era la de todas las islas del Sur: un cielo sin nubes y un mar de zafiro en movimiento.

La tarde la dotó de los colores de una linterna japonesa y la noche lunar hizo de ella una fantasía plateada y aterciopelada.

—¿Qué? —preguntó Bill Tugby cuando la aurora guató de ligeras brumas la tenue línea de las rompientes.

Fitzgibbons se sobresaltó, como si le hubieran sacado de un inmenso y profundo sueño.

—Nos vamos —dijo en voz baja—. Que pongan en marcha el motor, Tugby, y si encontramos viento favorable, no economice las velas.

—Bien —dijo el gordo Bill, sin mirar ya a la isla.

Los cocoteros se ocultaron en el mar; las aristas de las rompientes arrojaron algunas llamas blancas sobre el horizonte… y la isla desapareció.

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