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En memoria de un niño difunto

I
Hablar es un esfuerzo demasiado grande
cuando se tiene un nudo en la garganta
y los ojos arrasados en lágrimas.

Yo no debería llorar ahora: lo que quiero
decir necesita una voz clara y potente,
una voz metálica, sonora, una voz
que no se deje quebrar por la emoción:
que no tiemble.
Pero ha muerto un niño, y siento como si alguien
estuviera arrancándome el corazón por la espalda.


II
Se secaron los ríos redondos de sus ojos.


III
Sus dedos arañaron la tierra cuando supo
que no habría perdón. Le llenaron la boca
de tierra. Le taparon, con tierra, los oídos,
pero aun así escuchó sobre la tierra, pausados,
tercos, acercándose a él sobre la tierra,
los tercos duros pasos de la muerte.


IV
Todos habrán estado a solas con su propia muerte.
Todos habrán sentido que nadie (ni siquiera
quienes más los amaban y que hubieran dado
la vida por hacerlo), podía darles compañía.

Esto es algo terriblemente oscuro y dramático,
aunque a fuerza de ver morir a los demás parezca
un suceso trivial.
Pero él estuvo, sin embargo, más solo que nadie.

Porque a él lo asesinaron.


V
La cárcel de su piel fue más estrecha todavía.


VI
Cómo decirle ahora una palabra de ternura;
cómo decirle ahora que yo lo quería
porque era un niño,
porque era un niño negro,
porque era un niño negro y él no lo supo jamás.

Cómo decirle ahora que he llorado su destino
con lágrimas de rabia, de impotencia, de ira;
cómo decirle ahora que aún me resiste a creer
—a pesar de su cuerpo bárbaramente sacrificado—,
que todavía pululen, sobre la indiferente
costra del planeta, bestias humanas como aquellas
que le dieron esa muerte insufrible.
Y así es, sin embargo.


VII
No fue en Granada el crimen. Fue en un lugar
tan perdido
para el amor y la piedad que todos los caminos
que conducen a él ya no van después a ninguna
parte.

Oh Till: tú vivías en la creencia
—¿no lo sabías? ¿no lo sabías, dime?--
de que tu corazón, tus manos y tu sangre
te hacía igual a todos los hombres de la tierra.
Y qué trágica inocencia la tuya.
¿No lo sabías? ¿no lo sabías, dime?
¿No sabías que no eras igual?
Es verdad que tu corazón bendecía el milagro
de cada nuevo amanecer; que te alegrabas
con cada nueva primavera; que también buscabas
—siendo tú, apenas, un ala sólo para el vuelo—,
por pequeña que fuera, la felicidad
que sin duda te había sido guardada.
Todo ello es verdad. Pero debiste preguntar
a tus hermanos. Ahora has muerto ya.


VIII
Y qué incomprensible y qué oscura y qué angustiosa
debió ser la muerte para ti. Te preguntarías
de dónde pudo haber venido tanto odio,
tanto rencor en contra tuya. Llamarías a tu madre
y gemirías, cada vez más silenciosamente,
encogiéndote, pudriéndote ya bajo los golpes.

Espero, nada más, que no los hayas perdonado.



IX
Oh Till,: se secaron los ríos redondos de tus ojos
y sólo yo te recuerdo.

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