osiazul

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Padre en el Hades


Y vienes ahora tú, ¡oh padre!,
viene tu sombra,
haciéndome señas de contento,
dichoso, alegre,
como siempre que acababas de causar
la quiebra de una fábrica,
de una empresa más.

Vienes a mi encuentro, espléndido,
con tu soberbia pinta de varón
que otra vez ha superado el trance;
vienes trajeado de empresario
con tu más fino casimir.

Vienes así, como lo hacías
después de cada debacle:
arruinado
pero no ruinoso.

Porque, ¿no era desde la estética
que tú considerabas y absorbías
el fracaso,
cuando, eufórico, lo reivindicabas
y, celebrante, le cantabas un hermoso himno?

¿Y cuando, enseguida, inventabas
una nueva forma
de intentar lo que tú llamabas
una nueva aventura?

Arruinado pero no ruinoso:
lo mismo de regios casimires trajëado
que con el pantalón y la camisa proletarios
con que te arropabas, ya al final
de tus años,
para esperarme en la puerta
de tu marítimo retiro.

Y volvía yo como un sonámbulo
de pasear poar la orilla del Océano
cuando, de pronto, allá
divisaba
tu figura magnífica.

Tu magnífica estampa
coronada
por la frente alta, espaciosa,
y el divinal mechón de pelo blanco
en medio de ella, entrelazándose
con los salobres dedos del rudo viento.

Dichoso, alegre como ahora,
me hacías señas como para despertarme;
y era entonces, que la caliente,
aromática sopa,
¡ya está!, ¡ya está!
avisábasme.

Y hacia esa delicia
yo apretaba mis pasos
con todos mis sentidos alerta,
anticipadamente paladeándola.

¡Oh, padre perdedor!
dichoso, alegre, de haberlo sido,
como si el secreto de esa fuerza absoluta
que buscabas,
fuera perderlo todo de una vez,
perder hasta lo último
que aún nos quede.

¡Oh padre!
¿Y no he hechado
yo mismo a pique,
una y otra vez,
el poema?

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