Padre en el Hades
Y vienes ahora tú, ¡oh padre!, viene tu sombra, haciéndome señas de contento, dichoso, alegre, como siempre que acababas de causar la quiebra de una fábrica, de una empresa más. Vienes a mi encuentro, espléndido, con tu soberbia pinta de varón que otra vez ha superado el trance; vienes trajeado de empresario con tu más fino casimir. Vienes así, como lo hacías después de cada debacle: arruinado pero no ruinoso. Porque, ¿no era desde la estética que tú considerabas y absorbías el fracaso, cuando, eufórico, lo reivindicabas y, celebrante, le cantabas un hermoso himno? ¿Y cuando, enseguida, inventabas una nueva forma de intentar lo que tú llamabas una nueva aventura? Arruinado pero no ruinoso: lo mismo de regios casimires trajëado que con el pantalón y la camisa proletarios con que te arropabas, ya al final de tus años, para esperarme en la puerta de tu marítimo retiro. Y volvía yo como un sonámbulo de pasear poar la orilla del Océano cuando, de pronto, allá divisaba tu figura magnífica. Tu magnífica estampa coronada por la frente alta, espaciosa, y el divinal mechón de pelo blanco en medio de ella, entrelazándose con los salobres dedos del rudo viento. Dichoso, alegre como ahora, me hacías señas como para despertarme; y era entonces, que la caliente, aromática sopa, ¡ya está!, ¡ya está! avisábasme. Y hacia esa delicia yo apretaba mis pasos con todos mis sentidos alerta, anticipadamente paladeándola. ¡Oh, padre perdedor! dichoso, alegre, de haberlo sido, como si el secreto de esa fuerza absoluta que buscabas, fuera perderlo todo de una vez, perder hasta lo último que aún nos quede. ¡Oh padre! ¿Y no he hechado yo mismo a pique, una y otra vez, el poema? |