osiazul

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Pierrots

I

A flor de un cuello rígido
y una idem gorguera almidonada
emerge un rostro imberbe al cold-cream
con aire de hidrocéfalo mojado.

Los ojos anegados en el opio
de la condescendencia universal
y la boca histriónica embelesada
como un geranio único.

Boca que va del boquete sin medida,
de las insulsas risotadas,
a la trascendental ausencia
de una vaga sonrisa de Gioconda.

Capirote de harina, su sombrero,
sobre un paño sedoso de azabache,
patas de gallo bailan en sus guiños
y las narices fruncen como tréboles.

Escarabajo egipcio por diadema
llevan en la sortija, y el cardillo
de los solares vacíos
cuadra de maravilla a sus ojales.

De cielo se alimentan
y también, si se tercia, de legumbres,
de arroz más blanco que su propio atuendo,
de mandarinas y de huevos duros.

Venidos de la secta de lo Pálido
(con Dios nada que ver)
ufanos canturrean: «¡Todo es para mejor
en medio, en lo mejor de la Cuaresma!»



II

Su blanco corazón está tatuado
de sentencias lunares:
«¡Muerte, habemos, hermanos!»
(consigna de Evohé).

Si una virgen fenece,
dan guardia a su cortejo
manteniendo los cuellos muy erguidos
como cirios pascuales.

Oficio realmente fatigoso
y tanto más que entre ellos
nadie hay que los friccione
como conyugales bálsamos.

Estos dandys de la Luna
siempre están dispuestos
a cantar, «si usted desea»,
tanto a la rubia como a la morena.

Son gentes del cansancio
y si a usted le parecen
víctimas en la ronda de la Falda,
pañal de cicatrices,

crea que hacen el tonto
con el fin de hacer suyos unos senos,
remedio de almohada
para su experta frente.

Alargando los cuellos,
fingiendo que comprenden al revés,
melíflua es su voz
y ¡qué astutos los ojos!

No poco refinados sus modales
y ellos siempre tan dignos.
(Una escuela de crónlechs
y tuberías de fábrica.)



III

Cuánto hostigan de noche,
en la fronda del parque, a las estatuas,
aunque sólo a las menos desvestidas
dan sus brazos y todo lo que sigue.

Al citarse con una mujer
fingen ser un tercero,
confunden el ayer con el mañana
¡y con el alma entera Nada..., piden!

Juran «yo te amo», con un aire distante,
la voz sin timbre, en extásis,
y después de frases locuaces
acaban con «Dios mío, no insistamos».

Hasta que, embelesada, ella se olvida,
presa de no sé qué necesidad
¡de luna! ya en sus brazos, y ya muy lejos,
por cierto, de los usos consentidos.



IV

Maquillados de olvido,
las mangas como el sauce, hácenles votos
¡demasiado vehementes para ser ciertos!
y en sus blancos jubones se alborotan

bramando: «¡Ángel!, tú me has comprendido
en la vida, en la muerte», aunque piensen
para sí hacer, más tarde, de ello tabla rasa...
Y en verdad no es que tengan prejuicios.

¡Ah!, pero la imagen de una mujer
tomándose en serio todavía
en semejante siglo, los retuerce
de una risa con timbres desgarrados.

No les arrojéis la piedra,
vosotras que usáis liga;
la piedra no arrojéis
a estos cándidos parias, a los blancos Pierrots.



V

Blancos infantes, corazón de luna,
eminentes lunólogos,
abren su Templo a todos cuantos llegan,
diáfano, por lo demás, cual ninguno.

Predican, con un ojo asaz marchito
y con las mangas muy sacerdotales,
que este bajo mundo de escándalo
no es sino una de tantas tiradas de dados.

Del juego que la Idea y el Amor
(a fin de conocer, sin duda alguna,
la razón ¡nada menos! de su ser)
sacaron a la luz del mediodía.

Ninguno vale lo que vale el nuestro
—no motejable como hotel de tránsito,
amueblado hacia otro quizá más inmortal--
ya que hechos estamos el uno para el otro.

En fin, y nada menos sutil
que estas antinomias tan gratuitas,
que en absoluto nos atañen,
cuando la clave de todo es el Que Así Sea.

Vivir de punta en blanco
es, amados hermanos, el más digno papel
y encogerse de hombros
a la hora de los esfuerzos inútiles.

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