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Sexto libro: Silvas

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Aquí comienza el sexto libro
de las fantasías de Gaspar de la Noche


I. Mi cabaña

«En otoño los tordos vendrían allí a reposar, atraídos por las bayas al rojo vivo del serbal de los pajareros».

     Barón R. Montherme.

«Levantando al punto los ojos, la buena anciana vía cómo el vendaval atormentaba los árboles y disipaba las huellas de las cornejas que saltaban sobre la nieve en torno a la granja».

     Voss (poeta alemán). Idilio XII.


Mi cabaña tendría, en verano, el follaje de los árboles por quitasol, y en otoño por jardín, al borde de la ventana, un poco del musgo que engasta las perlas de la lluvia y del alhelí que aroma el almendro.

Mas en invierno, ¡qué placer, cuando la mañana hubiera sacudido sus ramilletes de escarcha en mis vidrios helados, divisar bien lejos, en el lindero del bosque, a un viajero que va empequeñeciéndose cada vez más, él y su montura, en la nieve y en la bruma!


¡Qué placer, por la tarde, hojear, bajo el manto de la chimenea llameante y perfumada por una chamiza de enebro, los prohombres y los monjes de las crónicas, tan maravillosamente retratados que parecen justar los unos, orar aún los otros!

Y qué placer por la noche, en la hora dudosa y pálida que precede al alba, escuchar a mi gallo desgañitarse en el gallinero, y al gallo de una granja responderle débilmente, centinela encaramado en las avanzadillas del pueblo dormido.

¡Ah, si el rey nos escuchara desde su Louvre —¡oh, mi musa desvalida contra las tormentas de la vida! —, señor soberano de tantos feudos que hasta ignora el número de sus castillos, no nos regatearía un chamizo!


II. Juan de los Tilles

«Es el tronco del viejo sauce y sus ramas colgantes».

     H. de Latouche, «El Rey de los Alisos».


«¡Mi anillo! Mi anillo!». Y el grito de la lavandera espantó en el tronco de un sauce a una rata que hilaba su rueca.

¡Una faena más de Juan de los Tilles, el ondino malicioso y travieso que corre, se queja y ríe bajo los golpes redoblados de la paleta!

Como si no le bastara con recolectar en los espesos macizos de la orilla los nísperos maduros que lava en la corriente.

«¡Juan el ladrón! ¡Juan, el que pesca y será pescado! ¡EI pequeño Juan fritura que sepultaré, blanco en su sudario de harina, en el aceite hirviendo de la sartén!»

Mas entonces, unos cuervos que se balanceaban en la verde aguja de los álamos, graznaron en el cielo húmedo y lluvioso.

Y las lavanderas, remangadas como pescadores de brecas, salvaron el vado sembrado de guijarros, de espuma, de hierbas y de gladiolos.


III. Octubre

A monsieur el Barón R.

«Adiós, últimos días bellos!».

   Alph. de Lamartine, «EI Otoño».


Los saboyanitos vienen de vuelta y ya su clamor interroga al eco sonoro del barrio; igual que las golondrinas siguen a la primavera, ellos preceden al invierno.

Octubre, el correo del invierno, toca a la puerta de nuestras moradas. Una lluvia intermitente inunda el vidrio sombrío, y el viento siembra de las hojas muertas del plátano la escalinata solitaria.

Ya llegan las veladas familiares, tan deliciosas cuando afuera todo es nieve, hielo y bruma y los jacintos florecen sobre la chimenea, en la tibia atmósfera del salón.

Ya llega San Martín con sus antorchas, Navidad con sus velas, año nuevo con sus juguetes, Reyes con sus regalos, carnaval con sus caretas.

¡Y, por fin, la Pascua, la Pascua con sus himnos matinales y alegres, la Pascua, cuando las jovencitas reciben la hostia blanca y los huevos rojos!

Entonces, un poco de ceniza habrá borrado de nuestras frentes el tedio de seis meses de invierno y los saboyanitos saludarán desde lo alto de la colina a su aldehuela natal.


IV. En las Peñas de Chevremorte

«Y yo también he sido desgarrado por las espinas de este desierto y en él dejo cada día una parte de mi despojo».

     «Los Mártires», Libro X.


No es aquí donde se respira el musgo de los robles y los brotes del álamo, no es aquí donde las brisas y las aguas murmuran de amor al unísono.

Ningún bálsamo por la mañana, ni tras la lluvia, ni por la tarde, ni a las horas del rocío; y nada que encante al oído sino la voz del pajarillo que busca una brizna de hierba.

¡Desierto que no escucha la voz de Juan Bautista, desierto que ya no habitan los eremitas ni las palomas!

Así mí alma es una soledad en la que, al borde del abismo, una mano en la vida y la otra en la muerte, yo exhalo un sollozo desolado.

El poeta es como el alhelí que se sujeta débil y oloroso al granito y exige menos tierra que sol.

Mas, ¡ay!, el sol ya no existe para mí desde que se cerraron aquellos ojos tan encantadores que daban calor a mi genio.

     22 de junio de 1832.


V. Una primavera más

Todos los pensamientos, todas las pasiones que agitan el corazón, son esclavos del amor.

     Coleridge.


¡Una primavera más, una gota más de rocío que se acunará un momento en mi cáliz amargo y que escapará de él como una lágrima!

¡Oh, juventud mía!, tus gozos se han helado por los besos del tiempo, mas tus dolores han sobrevivido al tiempo que ahogaron en su seno.

¡Y vosotras, que habéis deshilado la seda de mi vida, oh, mujeres! ¡Si ha habido en mi novela de amor algún mentiroso no he sido yo; si alguien engañado, no habéis sido vosotras!

¡Oh, primavera! ¡Pajarillo de paso, huésped nuestro de una estación que canta melancólicamente en el corazón del poeta y en la enramada del roble!

¡Una primavera más; un rayo más del sol, en el mundo en la frente del joven poeta, en la frente del viejo roble en los bosques!

     París, 11 de mayo de 1836.


VI. El segundo hombre

«Et nunc, Domine, tolle, quaest, animan meam a me, quia melior est mihi mors quam vita».

     Jonás, cap. IV, c. 3.

«J’en jure par la mort dans un monde pareil,
Non, je ne voudrais pas rajeunir d’un soleil».

     Alp. de Lamartine, «Méditations».


¡Infierno! ¡Infierno y paraíso! ¡Gritos de desesperación! ¡Gritos de gozo! ¡Blasfemias de los réprobos! ¡Conciertos de los elegidos! ¡Almas de los muertos, semejantes a los robles de la montaña desarraigados por los demonios! ¡Almas de los muertos semejantes a las flores del valle cortadas por los ángeles!

***

Sol, firmamento, tierra y hombre, todo había comenzado, todo había terminado. Una voz sacudió la nada. «¡Sol!», invocó la voz desde el umbral de la radiante Jerusalén. «¡Sol!», repitieron los ecos del inconsolable Josafat. Y el sol abrió sus pestañas de oro al caos de los mundos.

Mas el firmamento colgaba como un jirón de estandarte. «¡Firmamento!», invocó la voz desde el umbral de la radiante Jerusalén. «¡Firmamento!», repitieron los ecos del inconsolable Josafat. y el firmamento desplegó a los vientos sus pliegues de púrpura y azur.

Mas la tierra bogaba a la deriva como un navío fulminado por el rayo que no lleva en su seno sino cenizas y huesos. «¡Tierra!», invocó la voz desde el umbral de la radiante Jerusalén. «¡Tierra!», repitieron los ecos del inconsolable Josafat. Y habiendo la tierra echado anclas, la naturaleza se asentó, coronada de flores, bajo el porche de las montañas, de cien mil columnas.

Mas el hombre faltaba en la creación y tristes estaban la tierra y la naturaleza, la una por la ausencia de su rey, la otra por la ausencia de su esposo. «¡Hombre!», invocó la voz desde el umbral de la radiante Jerusalén. «¡Hombre!», repitieron los ecos del inconsolable Josafat. Y el himno de liberación y de gracias no rompió el sello con el que la muerte había precintado los labios del hombre dormido para toda la eternidad en el lecho del sepulcro.

«¡Así sea!», dijo la voz y el umbral de la radiante Jerusalén se veló con dos sombrías alas. «¡Así sea!», repitieron los ecos, y el inconsolable Josafat volvió a llorar. y la trompeta del arcángel sonó de abismo en abismo, mientras que todo se derrumbaba con fragor y ruina inmensos: el firmamento, la tierra y el sol, faltos del hombre, la piedra angular de la creación.


     Aquí termina el sexto libro y último de las fantasías de Gaspar de la noche

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