Amanece y el ahorcado despierta en otra oscuridad. Se busca arriba, abajo, de pie bajo las nubes y contra el suelo firme. Al fin se encuentra, pero ahorcado y así quiere quedarse hasta otro día en que una voz lo llame. Dice: ”Comeré de mi pan y beberé del agua que llovizne sobre de mi cabeza”. El ahorcado despierta y nada ve más que llanuras, campos, casas y corredores, mujeres y hombres reunidos en esquinas y plazas. Alza la voz y dice: “La vida no es torcer un lazo sino amarrarlo al cuello y abandonarlo allí. Me arrepiento: no comeré mi pan ni beberé una sola gota de agua aunque llovizne en esta hora.” Amanece y el ahorcado gira en el viento de la casa. Despierta y ve sus manos: en cada una falta un dedo y por más que mira fijamente no lo encuentra. Son las seis de la mañana de otro día. Imagina el ahorcado un piso sucio y una mujer que corre hacia una multitud. Un resplandor lo ciega y encendido y despierto en otra oscuridad, los dedos de las manos completos, nuevamente se duerme.
Agua remota
A una hora de aquí la muerte, o aunque no sea la muerte, espera en su quemada choza a que el agua de lluvia levante su heredad y se la lleve entre dos o tres palabras frías dichas antes que pase la alborada. Espera la muerte como si no esperara más que el agua de lluvia y no la boca que le abra el corazón, y su cuerpo traspasan los vientos de la noche recién venida al mundo, y en su cabeza el día la observa de lejos y de cerca y dice aquellas dos o tres palabras frías que nadie puede pronunciar ante la lluvia de agua clara y remota, porque entonces los huesos de la muerte se unirían para luego formar una larga centella a su quemada choza y a la boca que le abre el corazón esclavo y duro.
A una hora de aquí sólo un grito tendrá la muerte en su heredad aprisionada, y bajará una lluvia fina hasta sus huesos tranquilos, cruzados mansamente en la remota claridad del agua.