Al oído, el hombre les decía palabras perversas a los niños. Les decía la verdad y luego, los niños, lo seguían. Decía el hombre: Caminen detrás de mí, o a mi lado. No huyan. Hoy, aunque es martes, bien podría ser jueves.
Eran muchos los niños que lo seguían cuando el hombre llegó a una casa. Niños de toda edad, pequeños y grandes. Al encontrarlos en las esquinas, en los parques o a las puertas de sus casas, el hombre los llamaba metiéndose una mano en los bolsillos. Cerraba los ojos y los niños acudían, se apretaban a él o caminaban a distancia. Les decía al oído palabras duras o fáciles de entender. Solitarias a aquella hora las calles se iluminaban y el hombre, no sonriente ni asustado, echaba a caminar. Los niños lo seguían.
Lo seguían cuando el hombre llegó a una casa. Entraron. En el centro de una pieza oscura el hombre habló. Dijo: Les diré la verdad. Y luego, uno a uno, pegó la boca durante mucho rato a sus orejas. En el centro de la pieza apareció una mujer grande. El hombre la llamó, las manos metidas en los bolsillos. Luego se acercó a ella y le quitó el vestido y los zapatos; en seguida él se desnudó también.
Los niños los rodearon: no huyeron sino que se acercaron poco a poco, con las manos ocultas, y los rodearon. Tendidos en el suelo, el hombre penetró a la mujer. Hablaba señalando con la cabeza a los niños. Decía: Son mis hijos. Ninguno se irá.
Desnudos en el suelo, el hombre y la mujer tenían una misma mirada. Los niños los rodeaban: se apartaron cuando la mujer se levantó. No la siguió ninguno; la mujer se puso el vestido y los zapatos, abrió la puerta y se fue. Los niños se sentaron alrededor del hombre. Quieto y desnudo, el hombre permaneció a su lado. Se sentó junto a ellos, en el suelo, y les habló al oído. Les dijo la verdad.
Decía el hombre caminando por las calles: Caminen detrás de mí, o a mi lado. Hoy, viernes, es un buen día. No huyan ni se alejen. Y los niños lo seguían, presurosos, caminando por mercados y plazas. Eran sus hijos y el hombre llamaba a cada uno por su nombre. Los llamaba en las esquinas o mientras estaban a las puertas de sus casas. Les hacía una seña y los niños, al instante, lo seguían. Por las noches les hablaba al oído diciéndoles la verdad. Los niños abrían la boca y reían. Luego se acercaban un poco más a él y lo tomaban de las manos.
Lo seguían por todas partes. El hombre los llamaba metiéndose una mano en los bolsillos. Se apretaban a él o lo seguían a distancia cuando el hombre cerraba los ojos. Les decía el oído palabras duras mientras iban por calles iluminadas y desiertas. Nada asustaba al hombre: los niños se detenían cuando él se quedaba quieto en una esquina, o echaban a caminar cuando él salía de una casa, al atardecer o a cualquier hora. Decía el hombre: Hoy es lunes, un mal día. Mañana no dormiré. Y se metía una mano en los bolsillos y cerraba los ojos.
En una casa solitaria los niños rodearon al hombre. El hombre se quitó el pantalón y los zapatos y quedó desnudo en el centro de una pieza enorme. Se abrió una puerta y entró una mujer. El hombre la desnudó y, juntos, se tendieron en el suelo. Los niños no huyeron, se acercaron un poco más cuando el hombre y la mujer, desnudos, se abrazaron en el centro de la habitación. El hombre penetró a la mujer y los niños no se tomaron de las manos ni hablaron: se acercaron un poco más y luego, al fin, permanecieron quietos. No huyeron. Reían abriendo apenas la boca mientras el hombre penetraba a la mujer. Luego, con los ojos cerrados, el hombre se tumbó de espaldas en el suelo. La mujer se levantó: se puso los zapatos y el vestido y salió de la pieza enorme. El hombre, desnudo, permaneció en el suelo y los niños se acercaban y le decían al oído palabras breves y claras. Le tocaban las manos, la cabeza y el estómago, y el hombre los miraba, quieto, entreabriendo los ojos.
Iban detrás del hombre o junto a él. Eran niños pequeños y grandes, de toda edad, y lo seguían por todas partes. Entraban y salían de las casas, se reunían en las esquinas o bajo los árboles de los parques. El hombre acercaba su boca a las orejas de los niños. Les decía: Hoy no vendrá la noche pronto.
En el rincón de un terreno baldío, detrás de unas bardas, el hombre yacía con una mujer. Los rodeaban los niños. Aplastaban el hombre y la mujer las hierbas secas del terreno, y el sol, alto, los deslumbraba. Mientras el hombre penetraba a la mujer señalaba con la cabeza a los niños. Decía: No se irán. Son mis hijos. Y los niños, rodeándolos, se acercaban un poco más y palpaban las rodillas del hombre y los pies de la mujer.
En las esquinas, el hombre les decía al oído palabras duras. Los niños reían. Luego lo seguían por calles anchas y por callejones oscuros. El hombre los llamaba metiéndose una mano en los bolsillos. Caminando por calles y parques llegaban al fin a una casa en donde el hombre, riendo, les ordenaba entrar. Los niños corrían hasta el centro de una pieza y allí el hombre hablaba a cada uno al oído. Les decía la verdad y luego se desnudaba y desnudaba también a una mujer grande que iba a su encuentro. En silencio, el hombre penetraba a la mujer. Los niños eran miles, y reían abriendo apenas la boca. Afuera, las calles estaban solitarias. Una ventana se abrió, una ventana alta, y una cabeza se asomó a la calle. Era una mujer vieja, de mirada tranquila. Se asomó a la calle y miró a todos lados; luego sacó una mano para comprobar si llovía. Se quedó mucho tiempo la mujer asomada a la ventana, y antes de la medianoche, inclinada, vio al hombre que pasaba por la calle y vio también a los niños que lo seguían. Caminaban de prisa y a cada paso el hombre pegaba su boca a las orejas de los niños diciéndoles la verdad. Eran niños pequeños y grandes.
La mujer los vio. El hombre iba adelante y los niños lo seguían. Los vio desaparecer en una esquina lejana, de prisa, y entonces la mujer parpadeó y volvió a sacar la mano para comprobar si llovía. Inclinada, la mujer se frotó los ojos y luego, casi enseguida, cerró la ventana. Se acostó en una cama angosta, arropándose bien el cuerpo; encogió las piernas repitiendo en voz baja una palabra y después, más tarde, se quedó dormida.