Métodos de adivinación
Erika Mergruen
Diecinueve fueron los textos publicados bajo el nombre de Métodos de adivinación, columna que habitó en el Guardagujas, suplemento de La Jornada, Aguascalientes entre 2011 y 2012. He aquí los métodos reunidos:
I. El augur
Hoy sólo son curiosidades, pero en los parques de mi infancia los pájaros adivinadores eran parte del paisaje. Casi siempre se trataba de canarios, aunque se podía ver uno que otro gorrión. Estaban encerrados en pequeñas jaulas de carrizo custodiadas por el pajarero, si acaso ese era el nombre de tal oficio y no el de entrenador. Este personaje dejaba salir al pájaro de la jaula para que realizara actos inauditos como empujar una carreola diminuta o colocar un biberón de plástico sobre un bebé del mismo material. El pajarero declamaba las órdenes y las razones del actuar del pajarillo, siempre con un tono agorero. Al final, el acto culminaba cuando el pájaro sacaba de una caja, con el pico, un papel doblado: ahí se leía la suerte que nos estaba deparada. No logro recordar ningún escrito, pero sí la sensación de maravilla que me provocaba ver al ave realizando todos esos prodigios al tiempo que mi emoción crecía porque se acercaba el momento del papelito. Ahora imagino que todos los augurios en la historia de la humanidad eran un poco de esto: de los ojos que atesoraban aves varias, sus cantos, sus vuelos, su hambre y su sed. En parte todos los que aguardaban el augurio eran como niños que buscan maravillarse, o bien sólo como niños que buscan olvidarse del espanto. La adivinación fue, es y será un bastión ante la incertidumbre de todo aquello que nos rodea. Nos impele la urgencia de buscar certezas; de alguna forma buscamos minimizar la única que poseemos y que es la de sabernos mortales. Pareciera que sólo queda llenar el espacio entre el nacimiento y la muerte con el mayor número de certezas posibles, como si así pudiéramos frenar nuestra carrera hacia el fin último, como si así pudiéramos amortiguar el golpe. El hombre ha buscado respuestas en la cabellera de los cometas, en las aberraciones, en los fenómenos climáticos y hasta en los huevos. Ha encontrado designios en la superficie del agua, en la sangre de las vísceras, en la línea de la palma de la mano y en las llamas. Ha venerado a los profetas y ha maldecido a los que son falsos. Y en las más hermosas narraciones, ha dejado testimonio de su conversación con los muertos, con los dioses y con otros emisarios fantásticos. En la mántica está implícita la idea de dios, de lo sobrenatural y de una existencia más allá de nuestra vida terrena. Todo acto de adivinación busca apropiarse de lo que pertenece a los dioses. Entonces se me ocurre que los canarios de mi infancia eran un acto de arrogancia disfrazado, como el hecho de que ahora tire arcanos mayores y menores sobre la mesa. Saco el Rey de Pentáculos, le hago un guiño a la carta y ambiciono su trono. Nadie debe despreciar los pentáculos, que simbolizan la “magia” de la creación ordinaria. Temo escribir esta columna bajo un título inmenso y dual, Métodos de adivinación, pero pronto reconozco que la “de” pareciera reconciliar a la ciencia con la creencia popular. Al final acepto todo aquello que de alguna forma me otorga certezas. Lo admito, así me sostengo de pie ante lo inexorable. Imagino que un pájaro me da un papel, lo abro y leo que todo lo anterior no es cierto, y que sólo es una celebración de la palabra escrita. Pero elijo creer que tomo otro papel, por mí misma, en donde leo que en este espacio la cledonomancia se agazapa. Entonces exclamo, con voz contundente, “lector”, en espera de que el sino de quien esto lee se transforme y que quizá avisore una certeza. II. El nigromante
Me gustaría decir que sueño con zombis, que mis noches son de lo más apocalípticas, repletas de toda la parafernalia de moda. Que despierto con la palabra sesos en la boca y que a veces, presa del antojo, salgo y visito el mercado de mi colonia para guisar unos de res en mantequilla negra. Pero nada de esto es verdad. Yo sólo sueño con muertos, con mis muertos y los muertos de otros. Ahí las salpicaduras de salsa de tomate no son una posibilidad; ahí los miembros no están corruptos ni se desprenden como lo hacen las alas de un pollo bien rostizado. Yo sólo sueño con muertos, tal como eran en vida, los distingo por su tono cerino y el silencio con que me advierten que están en la otra orilla. A veces me lamento, sobre todo cuando sueño con mis muertos. A veces me callo, sobre todo cuando sueño con los muertos de otros. No es nada alentador llegar con un amigo y decirle: “hey, anoche soñé con uno de tus muertos”. Porque así como no despierto con la palabra sesos en la boca, tampoco tengo la frase que pudiera dar respuesta o consuelo a los deudos, a los moradores abandonados de este lado del río. Me gustaría decir que soy un nigromante, que por ello sueño con mis muertos y con los de otros. Y no me refiero al nigromante que trota en los páramos de un juego ni al que realiza conjuros en una novela de fantasía. Hablo de la nigromancia llana, de la consulta oracular de los muertos. Pero ni siquiera he logrado ser un nigromante por accidente como ocurrió en Hamlet. La verdad es que, en la mayoría de mis sueños, sólo observo a los muertos, a veces en lontananza. Otras veces sólo los escucho cuando se esconden tras alguna puerta mal cerrada. Los he visto ir y venir del otro lado del caudal, los he visto sentados, meditabundos, en un sillón, silentes. Ellos nunca me miran, como si estuvieran atentos a algo que yo no logro vislumbrar; o porque, simplemente, en su mundo soy yo la invisible. Insisto: me gustaría soñar con esos falsos muertos que llaman zombis, y acaso ser uno de ellos, para cruzar cementerios en MTV, para perseguir mortales por la campiña inglesa, para ensuciar un centro comercial. Ser caricatura que rebota en las antenas de las azoteas o vivir impresa en las camisetas y en las portadas de los libros. Ser un zombi, retorcerme y escupir en los rostros y en las aceras y en las sábanas y en la comida desperdiciada en el fin del mundo. Pero yo sólo sueño con muertos y todavía no entiendo cómo comunicarme con ellos. Aunque sí he logrado que me observen por un segundo, como quien cree que ha visto un ratón dar la vuelta en el quicio de una puerta. Y sí he logrado que asientan, y en mi efímera consulta al oráculo de los que han partido yo interpreto que ellos están bien, o que yo estoy bien o que los deudos deben estar bien. Además, me gustaría decir que el más allá existe, que por eso sueño con mis muertos y con los de otros. Pero no lo sé de cierto porque, como les he dicho, no soy el gran señor de la umbra, ese que maneja a su antojo el residuo de la existencia pasada de todos esos fantasmas cuya manifestación sensible es prueba de su vida ultraterrena. Lo admito, nada puedo con los muertos, y todavía menos si en mi sueño están dormidos, como regados por ahí, porque entonces sé que debo huir del lugar antes de que despierten, y rezar para no ser atrapada, y no sentir miedo cuando sus dedos rozan mis tobillos. Me gustaría decir que sé lo que ha dicho mi abuela y tu padre y mi abuelo y tu hijo y el amado y tu amada y mi hermano, para que todos nosotros encontrásemos consuelo. Pero mi tarea onírica se limita a cerrar la puerta mal cerrada una y otra vez, aunque algún día la veré de par en par y entonces no podré contarles qué hay detrás. Sólo cierro puertas, y huyo, y escribo esto con el mismo miedo que he sentido toda la vida, que hemos sentido todos. Ese miedo, tan instintivo, que sentimos cuando alguien nos llama por nuestro nombre, aun cuando nos hemos quedado solos en casa. III. La licnomancia
Desde niña me gustaba perderme en los laberintos dorados de los retablos y sentir inquietud ante la mirada de esos falsos títeres que algunos llaman querubines. Busco y siempre encuentro: vides, flores, carrizos, llagas, ojos de vidrio, terciopelos, parafina y telas de araña. Pero que el lector no se engañe, no profeso ninguna religión, ni siquiera fui educada en una, cuestión que agradezco pues acaso esta neutralidad es la que me permite disfrutar las expresiones plásticas de la fe dentro de las iglesias. Hace unas semanas conocí una edificación nueva, de las más hermosas que he visto. Era una iglesia con olor a bosque, seguramente porque toda ella está acabada en madera: paredes, cielo raso, duelas, bancos, cristos y santoral. Reconfortaba con su temperatura perfecta, con su acústica adecuada, y bendecía las pupilas con su claridad justa para contemplar las formas. Podría uno quedarse ahí para siempre, buscar un nicho vacío y sentarse por toda la eternidad para leer, para observar o simplemente para estar. Debo aclarar que no siento lo mismo en todas las iglesias; no todas poseen la misma “vibra”, pues las hay desasosegadas, grises, frías y, digámoslo, desangeladas. Pero la iglesia de madera es angélica; dentro de ella, el más ateo podría afirmar que ahí se escondió Dios, de todo y de todos. Tal era el silencio dentro de aquella iglesia que fue inevitable escuchar los rezos en lengua de uno de sus visitantes. Observé como él colocaba cierto número de velas frente al santo de su devoción, hincado, y enseguida comenzó a rezar. Su rezo parecía más una conversación con un viejo conocido. No entendí el significado de aquellas palabras, pero traté de entender dónde se guarda esa fe, de dónde surge y cómo es que no se deteriora aunque su depositario pertenezca a uno de los estratos más olvidados de esta sociedad. No tengo dudas, la fe verdadera, esa cosa inasible, es tan íntima que no se obtener con un simple ritual. Era tanta la belleza del gesto que, por un momento, deseé rescatar al cristo muerto de su ataud de vidrio y resanar sus llagas y peinar sus cabellos enredados en la corona de espinas. Deseé librarlo de esa imagen de sufrimiento que ha atemorizado y provocado culpas por siglos. Mas luego sentí tristeza al recordar todo aquello que fue sepultado bajo esos símbolos hechos de madera y láminas de oro y óleos vermellón. Imaginé a aquel hombre que rezaba en lengua con sus mismas velas pero en otro templo, o tal vez a campo abierto, leyendo las llamas, maestro de la lictomancia, encontrando respuesta a todas sus preguntas en el movimiento del fuego. Entonces sentí que las llamas de las veladoras se agitaban en los vasos y las de las velas se retorcían como deseando desprenderse del pabilo para quemar toda esa madera pía. Y tuve la certeza de que en esa iglesia barroca sólo yo escuchaba el grito del fuego, pues ya nadie desea escuchar sus respuestas. Aun más, pensé que todas las respuestas habían sido canceladas, lo supe al descubrir dos tallas primorosas de las ánimas del purgatorio. Los torsos, uno de hombre y otro de mujer, me observaban atrapados en las llamas estáticas de madera, rojísimas. Ambos estaban custodiados por capelos de acrílico, para protegerlos del paso del tiempo; como si alguien se empeñara en perpetuar esa respuesta lapidante, la “verdad absoluta” sobre el destino de los pecadores, de esos seres alejados de esta gran iglesia, de aquellos que piensan en lavar los cabellos de una estatua de madera y en curar el dolor de sus falsas heridas. Vi a una mujer, se dirigió a uno de los altares desde donde una virgen vestida de rosa nos observaba. La mujer se hincó y comenzó a cantar, también en lengua. Su voz era de una dulzura inaudita. Por un momento las llamas todas guardaron silencio. Quise creer que era un ángel enviado para distraerme, para que dejara de pensar que toda creencia se deteriora, como esos lienzos sacros que las polillas devoran en secreto antes de arrojarse al fuego en busca de la respuesta última. IV. La hidromancia
1. La falsa historia Si él hubiera nacido en un desierto, otro hubiera sido su destino; la ausencia casi total de agua no lo hubiera orillado a ahogar sus demonios en alcohol. Las dunas hubieran contado otras historias; otros destinos hubieran sido dibujados sobre la arena por los escorpiones. En fin, otra hubiera sido la vida de Cyparis. Pero los hubiera no existen, sólo son el suspiro último de la esperanza. Justo a él le tocó vivir en una isla, un terruño tomado por la voz del agua que le susurraba imágenes constantes de la muerte. Desde pequeño le bastaba asomarse al pozo de su casa para presenciar, por adelantado, sobre el reflejo del agua, la muerte inminente de algún conocido. Y le bastaba sorber el agua del vaso para ser testigo del naufragio de una embarcación y reconocer el azul de los ahogados. Sin embargo, pudo minimizar su terror cuando tuvo edad suficiente para adormilar a sus demonios con sorbos de aguardiente. En aquella isla, de ser Cyparis, el loco, pasó a ser Cyparis, el beodo. Mas todo fue distinto la noche del 7 de mayo de 1902. Se alistaba para salir a tomar el fresco nocturno, apenas recuperado de la borrachera anterior, e ir al mismo tugurio cercano al muelle. Lo que vio en la palangana donde enjuagaba su rostro superó por mucho todo lo que había visto en su vida de hidromancia. Sobre la superficie del agua, reconoció su isla, Saint Pierre, devastada: los cuerpos de sus habitantes yacían esparcidos aquí y allá, unos sólo eran osamenta, otros estaban hinchados y reventados como cocidos por el fuego del mismísimo infierno. Más allá, en el mar y como custodiando ese averno, dos barcos parecían irse a pique sin que sus tripulantes, meros cuerpos achicharrados, se dedicaran a izar las velas o a tomar el timón. Un tufo asqueroso invadió su cuarto, como de tripas descompuestas que alguien decidió freír. Cyparis, al borde de la locura, decidió que esa noche acabaría con su terrible sino, al fin su propia muerte le regalaría la añorada ceguera. De existir algún testigo, éste hubiera relatado cómo Cyparis, el beodo, había intentado suicidarse bebiendo alcohol. Que había tomado aguardiente hasta el grado de perder la razón, lo que lo llevó a intentar apuñalar a un marinero que estaba de paso por la isla. El relato hubiera culminado con su arresto, ante la trifulca, y su encierro en uno de los calabozos de piedra de la ciudad. A la mañana siguiente, el 8 de mayo de 1902, a las 7:30, Cyparis supo que su intento de suicidio había sido infructuoso. Lo supo al oír el estruendo que fue seguido de los alaridos de terror y de dolor de la gente de Saint Pierre. Una nube gris, pero candente, entró por las rendijas de su celda. Al instante sintió cómo su piel se desintegraba ante la oleada de calor. Cyparis se arrojó bajo el camastro y se hizo uno con el tremor de la tierra. Él ya conocía el desenlace. 2. La historia oficial El 8 de mayo de 1902, a las 7:30 de la mañana, el Monte Pelée hizo erupción. La ciudad de Saint Pierre fue arrasada. Según los registros, aproximadamente 30,000 personas murieron en el cataclismo. Sólo dos habitantes sobrevivieron: Léon Compere-Léandre, zapatero, y Louis-Auguste Cyparis. La erupción del volcán no fue sorpresiva sino la culminación de una serie de temblores y emanaciones que alertaron a la población durante los días previos. Incluso tuvo lugar un fenómeno de invasión: cientos de serpientes e insectos atestaron la ciudad en su huida de lo que se avecinaba. La alerta fue aplacada por el gobernador Louis Mouttet ante la inminencia del día de votaciones que se llevaría a cabo el 11 de mayo. No se procedió a la evacuación. Curiosamente la explosión mayor ocurrió el 10 de mayo, pero en el lugar ya no quedaba nadie para ser víctima. 3. La historia entre las historias El lector adivinará que la historia de Cyparis es producto de mi imaginación, porque de alguna forma trato de buscar una explicación, por no decir consuelo, ante el hecho de que los intereses políticos de unos tengan tal precio. Quiero culpar a los hados, o quiero culpar a Cyparis por ser el adivino que nada hizo. Porque estoy cansada de reconocer que la culpa es de la mezquindad del hombre. Hoy, en este país, que no es una isla, busco explicación, busco consuelo, para mí y para otros, para todos. La única vía es: imaginen. Sean el Cyparis no de mi invención, sino el de carne y hueso, el sobreviviente que mojó sus ropas con su propia orina y luego recorrió el mundo como espectáculo de circo (y no en el sentido peyorativo sino el de alguien que logra asombrarnos y nos inspira a seguir adelante tras el estallido de un volcán). V. La ovomancia
Jalo una caja y el huevo sale volando, aunque manoteo en el aire termina estrellándose en el piso de la cocina. Maldigo, tomo el trapo y antes de limpiar aquella sustancia viscosa trato de dilucidar una forma, emulando a aquellos adivinadores que contemplaban huevos. Algunos los colocaban al fuego y observaban la reacción, otros vertían la clara en agua hirviente, y de la forma que ésta tomara al coagular, obtenían la respuesta. La ovomancia fue uno de los métodos de adivinación usado por Mme. Lenormand, famosa por sus predicciones y por ser la adivinadora de cabecera de la emperatriz Josefina, y por ser la que predijo la muerte de Marat y de Robespierre en la Francia del siglo XIX. La última vez que comí un huevo tibio era todavía niña. Recuerdo los portahuevos de casa de mi abuela, eran de plástico con la base en forma de hoja, verdísima, sobre la cual yacía la mitad de un cascarón de huevo de gallina. No he olvidado el sabor de la yema que supongo es como la de un trocito de sol. Me gustaba sumergir en ella una tortilla enrollada y espolvoreada con sal. Ese es un sabor irrepetible, que sólo permanece en mi memoria y que jamás volveré a probar, pues desde hace muchos años no puedo comer yema sin que me provoque ganas incontenibles de vomitar. Algunos dicen que es natural desarrollar ciertas fobias o alergias. No sé qué clase de desencuentro tuve con las yemas de huevo, lo que sí sé es que fui alejada para siempre de los huevos tibios, de los fritos y de los poché. Y ya poco tolero los huevos en las otras presentaciones. Pronto el umbral que nos separa, al huevo y a mí, será infranqueable. Me gusta imaginar que si hubiera seguido comiendo huevos motuleños o a la florentina hubiera develado grandes secretos. Mi oficio hubiera sido otro y tal vez hasta hubiera sido viajera con el afán de buscar huevos de todas las especies e indicar con precisión los destinos de unos y otros. Hubiera sido adivinadora y curandera, la que señalara el mal de amores con huevos revueltos con tocino o sobre una cama de tortilla de maíz; la que pondría sabor al futuro de los insípidos con salsas verdes y rojas, la que daría orden a los consultantes con omelettes redondos, o firmeza con un huevo cocido o dulzura con un soufflée de vainilla. A los místicos les hubiera reservado los huevos de tortuga, a los de larga vida la gelatinosa consistencia de un huevo milenario. A los niños los hubiera alegrado con huevos decorados o con la tersura de los de chocolate. Para la fertilidad hubiera destinado los escamoles guisados con epazote, y para la humildad los diminutos huevos de codorniz. Y a los mal pensados los hubiera increpado al mostrárles la resistencia de un huevo de avestruz mas no los “güebos” de esta. Mi vida hubiera sido otra, pero me consuela pensar que acaso hubiera terminado como Casandra, a la que todos ignoraron. Y que más de un escéptico se hubiera mofado de mí argumentando que yo presumía de ser el profeta del mismísimo Conejo de Pascua o la reencarnación de Humpty Dumpty. Peor aún, me hubieran mandado a la hoguera por bruja, o me hubieran crucificado y pasados los siglos alguien hubiera fundado una secta en mi nombre, la de La Mártir de la Álbumina, la de La Iluminada de los Merengues, y mis seguidores hubieran matado, saqueado, depredado y mancillado en mi nombre. Limpio la clara y la yema del suelo, porque temo que sólo sé leer hubieras tan parecidos y trillados a otras historias que fueron pasados esperanzadores y ahora son presentes poco afortunados. VI. La bibliomancia
1. ¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que él ha hecho habitar en nosotros? (La Santa Biblia) La bibliomancia consiste en abrir al azar un libro para elegir una frase que dará respuesta a la consulta realizada. En otros tiempos, la Biblia solía ser el libro favorito de los bibliomantes. Aunque bien mirado, practicar la bibliomancia con dicho texto tiene algo de herético, pues los cánones eclesiásticos fueron los primeros en condenar los métodos de adivinación. Pero su uso me parece lógico, para cierta época, en tanto que señalaba con precisión lo que estaba bien y lo que estaba mal. En lo personal nunca usaría la biblia como método de adivinación, pues tendría que tener cuidado en no abrir el folio en el Antiguo Testamento, siempre tan radical, y evitar a toda costa el apartado del Apocalipsis. No quiero imaginar qué interpretación haría si para decidir sobre un acto u otro apareciera la Bestia o algún verso sobre los Sellos Rotos. 2. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso. (La muerte en Venecia, Thomas Mann). Hace unas semanas comentaba con un amigo sobre cuan sorprendente es entender, pasados los años, a algunos personajes que conocimos en nuestra juventud. Así me ocurrió con el patético Aschenbach, a quien conocí en mi adolescencia gracias a la película Muerte en Venecia de Luchino Visconti (1971). En aquellos días me resultó inolvidable mas inentendible aquella escena final del cuerpo de Aschenbach por cuyo rostro escurría el tinte de cabello, mientras el Adagietto de Mahler estrujaba el esternón del espectador. Ahora que mis años son muchos, o los suficientes para experimentar el inicio del declive del cuerpo, entiendo la actitud de aquel hombre silente que guardó su deseo para que la peste lo aniquilara. De joven uno sólo sabe actuar, gobernado por el impulso. Uno es Tadrio contemplando la inmensidad del océano, señalando al horizonte que es futuro lejano, o la sede donde Dios, sus ángeles y sus demonios irradian inmortalidad. No podía entender por qué Aschenbach no vendió su alma al diablo con tal de poseer a Tadrio. Creo que lo hubiese hecho de haber tenido la posibilidad. Descubro que no la tenía, nunca la tuvo, cuando releo La muerte en Venecia de Mann. El deseo se estrella contra la imposibilidad. La magia no existe ni los seres sobrenaturales; ahí no hay espíritus, sólo la certeza de la mortalidad que se materializa en la peste que ronda Venecia. La misma mortalidad que al final, del libro y de la película, posee a Aschenbach. Admito que me horroriza entender a Aschenbach, sentir que ya todo lo que me espera es la imposibilidad. 3. El deseo anhelante/acompaña nuestros pasos. (Fausto, Goethe). Cierto, en aquellos días comprendía mejor lo que había hecho Fausto, porque entonces yo también hubiera vendido mi alma a Mefistófeles con tal de hacer realidad un deseo. Así la magia transforma lo inalcanzable en alcanzable; lo inalcanzable, en sí mismo, nos brinda esa posibilidad. Hoy tomé los dos libros, ambos de autores alemanes, dos traducciones, por lo que la respuesta al practicar la bibliomancia podría verse afectada o doblemente reinterpretada. Sin embargo, creo que son excelentes para consultar acerca del deseo. Eso pensé al principio. Pero luego dudé. Creo que el deseo per se ya es una adivinación. Pero algo en el libro de Mann me hace dudar. Si bien el Fausto de Goethe trata sobre alcanzar lo inalcanzable. En cambio La muerte en Venecia de Mann trata sobre la belleza, sí, y la imposibilidad de poseerla. Aquí, la adivinación ha sido cancelada. Y se me ocurre que no es culpa del autor sino de la época en que vivió, pues si Dios murió en el siglo XX, por ende, el Diablo también. Y la magia, supongo, murió con ambos. Deseo que el Diablo exista, y Dios y sus ángeles, con tal de ser Tadrio una vez más, para intentar asir el horizonte. Me llamo a engaño, yo sé que la magia resucita cada que vez que abro un libro, para recrearme, para encontrar respuesta a mi consulta creyéndome el último bibliomante: Yo soy para mi amado, y hacia mí tiende su deseo. (La Santa Biblia) VII. La oniromancia
Y ahí estaba yo, en el sueño, perdida enmedio de una selva y con la prisa de regresar a casa. Trataba de encontrar una vereda que me acercara al desfiladero. Estaba segura que vislumbraría la forma de llegar a la colina, pero llegué al borde de lo que temí fuera un precipicio insalvable. Me equivoqué. Lo que vi difuminó todas mis angustias. Había descubierto el Golfo del Territorio de mis Sueños. A la izquierda, se encontraba un inmenso edificio de vidrio opaco que irradiaba luz desde su interior el cual no visitaría ni entonces ni ahora; a la derecha, la selva virgen se estrellaba contra el desfiladero buscado. No oí llegar al explorador, estaba ensimismada tratando de entender quién había arrojado aquél trozo hermoso de urbanización en medio de la nada. El hombre me saludó, tenía cara de extranjero, de esos que reniegan del primer mundo para internarse en tierras inhóspitas. Era el cliché del aventurero. Le dije que estaba perdida, que necesitaba regresar a mi casa antes del anochecer y que ignoraba cómo había llegado ahí (como suele ocurrir en casi todos mis sueños). Me tranquilizó, me señaló que el camino que buscaba estaba abajo, del lado izquierdo de la ribera. Lo seguí sin titubear, él exhibía una sonrisa franca y desparpajada. Me gusta creer que, según los cánones, aquel personaje era uno de los oniros quien trataba de darme algún mensaje. Aunque también me gusta creer que el mentado oniro se pudo ahorrar todo el desplante escénico para decirme que yo siempre sería glotona y andaría siempre buscando un camino. Tras encontrarnos, en el sueño, caminamos un trecho. Me contó que se dedicaba al estudio de las aves típicas del lugar. En ese momento decenas de pájaros invadieron el ambiente, volaban veloces. Parecía como si una mano invisible lanzara pinceladas de color contra los verdes de la selva. Eran pequeños, parecidos a los gorriones llaneros de la ciudad, pero muy coloridos. Los había verdes, rojos, azules y amarillos. Le dije que aquellos pájaros me recordaban a los periquitos australianos. Él rió ante mi ignorancia, me dijo que mi comparación era pobre y atroz, porque sus aves, ademas de colorear el paisaje, eran un manjar exquisito. Llegamos a una choza; su fachada se resumía a una puerta hecha con tablones y un letrero deslavado en el que se adivinaba una guirnalda de flores magenta y las palabras “aves coloridas”. Por fuera parecía estrecha, pero al entrar el espacio se tranformaba convirtiéndola en un gran galerón. Sobre un plato de porcelana blanquísima, yacían los cuerpos de tres avecillas. Aunque desplumadas, y muy similares a una codorniz, la carne conservaba el otrora color del plumaje. La mujer que nos atendía nos acercó una charola con varias salseras: ¿qué combinación quiere? El oniro explorador me explicó que las salsas, de colores varios, se debían combinar con los colores de las carnes. La paleta culinaria ofrecía distintos sabores al paladar. La mesera decidio por mí, vertió salsa roja sobre la carne azul, amarilla sobre la carne verde, y azul sobre la carne roja. Los diminutos montículos de proteína eran tornasoles. Probé, comí, devoré. Sólo por falta de confianza, o por una anquilosada educación, no pedí más. Aquellas avecillas parecían fusionar, en uno solo, todos los sabores deliciosos que había paladeado y que acaso paladearía en mi vida. Satisfechos, el explorador y yo partimos hacia el desfiladero. Yo tenía que regresar a casa. Todavía hoy tengo la sensación de estar siempre extraviada, y en el transcurso de mi vida onírica he conocido a muchos oniros; pero jamás he vuelto a ver al que se disfrazó de explorador. Aunque sí logré regresar al improvisado restaurante, sólo una vez: estaba desierto, abandonado. El letrero había desaparecido. Dentro, las mesas rústicas estaban polvosas, y la selva había devorado ya parte del lugar. Supuse que la gente se había marchado o, qué se yo, tal vez las avecillas habían emigrado o se habían extinguido ante la voracidad de los moradores. Debería intentar acostarme con hambre, despues de un ayuno de tres días, para ver si así puedo regresar una vez más, por si acaso todo a regresado a la normalidad en aquel paraje. Confieso que el no poder retornar al lugar de las aves coloridas me provoca gran nostalgia. Y confieso que el horror verdadero no es la certeza de que andaré siempre sin rumbo, sino la posibilidad de olvidar el sabor del ave azul en salsa roja. VIII. La arbormancia
Me he permitido acuñar esta palabra, arbormancia, que sería el método de adivinación por medio de los árboles (en especial los de Navidad). No tengo claro cuál sería el procedimiento a seguir, pero me parece la vía más fácil para escribir la última entrega de este 2011 y darle un toque festivo a la columna. Aunque todo esto tiene algo de artificio, no me preocupa pues la mayoría de los árboles de Navidad son de material sintético. Además siento que su grado de certeza, en cuanto adivinación, es limitado y las más de las veces ingrato. Lo admito, su designio es burdo: la fiesta familiar, el correr de la gente, las aglomeraciones en la ciudad, el desquiciamiento por los regalitos, los regalos de los niños, lo regalos errados de los niños, los niños sin regalo, la falsa nieve... en fin, el árbol es el recipiente de los abalorios de la festividad. Lector, si en verdad festeja la Navidad por un asunto religioso, lo felicito, disfrute de la calidez de su mesías. Pero la mayoría sólo festejan en torbellino, con las quejas perpetuas de si habrá o no cena, de si la familia es una patada en el hígado, o si no les alcanzó el aguinaldo para lucirse con los regalitos o comprar el gadget de su preferencia. Lector, no se confunda, yo no creo en el mesías que vino, ni creo que exista uno por venir. Ya podrá decir que soy una hereje o una incrédula o una ignorante, y no lo dude, el nombre de esta columna lo dice todo de mí. Lo admito, he optado por la superstición de las letras para, como lo he dicho antes, develar designios donde me plazca. Y ahora me place buscar respuestas en las esferas del árbol de Navidad. En realidad lo que he llamado arbormancia existió, así ocurría con los lituanos quienes reverenciaban a los árboles y de los que recibían respuestas de oráculos. El culto al árbol no es una invención, su divinidad fue tal que está registrado que en ciertos pueblos germanos estaba prohibido hacer daño a un árbol, y que el castigo ante tal atentado era la evisceración del infractor. El árbol mágico nunca encontrará mejor representación que la higuera sagrada de Rómulo, la cual se elevaba en el Foro romano y que, cuando se secó, provocó consternación entre quienes entonces habitaban el imperio. En el origen, los primeros templos fueron bosques o pequeños solares con árboles que se consideraban sagrados. Hoy el árbol de Navidad es una caricatura de aquello que fue, con sus luces y sus figurines de Santa Clos, de hombrecitos de nieve y de toda la fauna y la flora propias de la ocasión. Para tomar un tono entrañable, que es lo que dicta la época, les aconsejo que vayan a comprar un árbol natural e imaginen que es un roble, una ceiba o un ciprés —sólo por mencionar algunos de los árboles que se han considerado casas de espíritus arbóreos— e inventen un ritual para adorar al espíritu anidado en él. Sí, me gusta creer que todo tiene alma, aunque me tachen de pagana animista. No soy la única, los primeros grupos humanos creían en ello. Sí, me gusta creer que en el pino que coloco en la casa habita el espíritu navideño que no es el del festejo religioso y ni el de las compras a seis meses sin intereses sino la transmutación palpable de que está próximo el inicio del invierno y se acerca el fin del ciclo anual, y mientras veo el tintineo de las series de luces, recuerdo y agradezco que he estado en la Tierra un año más, porque reconozco que mi paso es tan efímero como el de ese árbol que se secará en enero y que será arrastrado por un camión recolector de la basura con otros árboles más, colgados en racimos, hacia su entierro, como seremos todos algún día, racimos de lo que fuimos: pasajeros y frágiles como las esferas de vidrio. Lector, vaya, ponga su árbol, cocine, festéjese, dé gracias, respire, brinde: ¡Feliz árbol de Navidad! IX. La hieroscopia
1. De las vísceras, las tripas son mis preferidas. Me gustan cuando arropan algún relleno o cuando flotan en una sopa o, todavía mejor, cuando se transforman en falsa vena y ceden ante el sabor dominante de la sangre en forma de moronga. Pero fritas alcanzan su máxima perfección: ni muy doradas ni blandas, sino en el justo medio en el que los molares dan batalla para triturar su consistencia chiclosa. Los más desprecian las tripas sólo por conocer su origen y función; los menos contendrán la arcada ante la posibilidad —para mí sublime— de sentir el paladar lubricado por su grasa. No entiendo la actitud, pues todo lo que comemos es inmundicia. Bien mirado, una zanahoria o una papa no están a salvo de los besos salivosos de una cochinilla o de una lombriz, y aseguro que las lechugas y las coles conservan estelas luminosas que son senderos trazados por caracoles y babosas. 2. En otros tiempos, las vísceras ocupaban el lugar que merecían: eran puentes entre lo terreno y lo divino, casi arcoiris que revelaban al consultante la suerte de reinos, batallas, matrimonios y gobernantes. La prueba de esto existe tras la vitrina de un museo: se trata de una pieza en bronce conocida como el hígado de Picenza. Esta escultura era una guía etrusca para la lectura de los hígados de las ovejas elegidas para el sacrificio. En esta réplica de tamaño natural, está grabado el mapa de los astros y sus dioses correspondientes: en las entrañas del animal se buscaba encontrar el reflejo del cielo. Los adivinadores, o arúspices, seguían este orden de lectura para sus presagios. 3. Los remilgos ante la mesa, de cualquier índole, son una insensatez, más cuando todavía hoy en día la gente muere de inanición. Lo sé, las madres ya se han encargado de recordárnoslo. Pero lejos del cliché, sí, es una necedad no agradecer lo que se lleva uno a la boca, y las vísceras en la historia de la gastronomía se han ingerido sobre todo en tiempos de hambre o por los menos agraciados en nuestras intrincadas construcciones del poder adquisitivo. Pero han sido esos momentos de mayor necesidad cuando la creatividad ha hecho lo suyo, y tal es su poder de sublimación que han hecho de las vísceras algo divino. Y no lo negarán quienes, con un poco de adiestramiento, podrían ver el futuro de todos en el reflejo de una sopa de fideos rica en mollejas, corazones e higaditos de pollo. 4. No lo niego, mi gula es proporcional a mi ocio, por lo que me resulta inevitable pensar que a cada mordida de un taco de rellena o de machitos dorados me trago un designio, como hacen otros tantos comensales que disfrutan de las entrañas bien guisadas. Así, en una mala broma digestiva, imagino todos esos mensajes divinos que se pierden en mis propias entrañas. 5. Lo que en otros tiempos fue ley, hoy es sólo superstición. Lo que en otros tiempos fue supervivencia, hoy es desperdicio. No sé si está bien, no sé si está mal. No tiene importancia, porque lo cierto es que la ceguera permanece: ya sea la del sacerdote de Huitzilopochtli incapaz de leer los designios en el corazón todavía palpitante del sacrificado que hubiesen podido detener el final de su mundo conocido, o bien la ceguera del sacerdote de la cruz ante las maldiciones escritas en las tripas de los muertos por evisceración. 6. Creo que no es inmundo comer vísceras, mas sí el silencio que guardamos a diario al devorar con las retinas los sucesos que escriben nuestra historia, la misma que en un futuro venidero alguien sentenciará. No falta ser aúspice para descubrir que seremos malditos como otros ya lo son. X. La quiromancia
La línea de la vida, la de la cabeza, la del corazón, los montes y sus planetas. Creo que la quiromancia, la adivinación vía la lectura de las manos, es la más conocida; tal vez porque sólo se necesita lo que se trae puesto, salvo trágicas excepciones. Si en realidad todo estuviera escrito en la palma de la mano, no faltaría quien ofreciera cirugías plásticas para modificar el destino o algún rasgo de la personalidad. Inclusive se podría modificar el sexo de los hijos por venir, o bien evitar tenerlos si así estaba destinado o viceversa. O tal vez sería más sencillo: bastaría tomar una pluma o un marcador indeleble para escribir cómo se nos antojaría ser, cómo desearíamos vivir y en qué momento morir. Y acaso la inmortalidad sería una línea que diera vueltas sobre sí misma en la muñeca, por supuesto, al infinito. De cierta manera es algo que hacemos día a día: escribir nuestra historia. Pero no en su totalidad porque, bien mirado, hay limitaciones en el lenguaje, en la estructura elegida o en el género literario. Si se observa el entorno, hay gente que elige un manual, un tratado científico o un instructivo, y están también quienes tienden a la oda, la novela, el ensayo o algún híbrido. Y sí, por qué no, al simple slogan o al contenido de una caja de cereal. En la quiromancia no sólo se pone atención a las líneas de las manos sino a la forma de éstas: si son grandes o pequeñas, cuadradas o alargadas, o si los dedos son huesudos o regordetes, flexibles o no. Imagino que son las manos son como los libros: de pasta dura o de edición de bolsillo; habrá vidas que son incunables y otras de papel reciclado, blanqueado, colorido o texturizado. Y no dudo que existan los impresos en acetato o los que fueron preciosamente iluminadospor los amanuenses. O los que han sido escritos a lápiz y que el tiempo se encargará de desvanecer del todo hasta que el silencio tras la muerte sea doble. Es inevitable, en todo impreso o manuscrito existen las terribles erratas. Así ocurre en mi libro personal, pues llevo meses con el síndrome del tunel carpiano en la mano izquierda. Confieso que temo que el libro de esta mano se quede mudo, como ocurre con un libro que ha sido víctima del agua y se deteriora lenta e irreversiblemente. Nunca había pensado en la posibilidad de hacer todo con una sola mano, y ahora se presenta como la imposibilidad de escribir. Imagino que tal vez mis libros impresos y en dictamen son sólo vestigio del libro en esta palma deteriorada; o bien esta palma es el libro de caligrafía y ejercicios que usabamos cuando pequeños para aprender a escribir, y yo seré analfabeta. Pero la desgracia no es tal; todo depende del punto de vista que, supongo, se encuentra en algún renglón de estas manos o en alguno de sus montes, porque entonces recuerdo que hay gente que no tiene esta mano ni esta otra, y su vida, su historia, está escrita acaso en un libro imaginario o en la tradición oral de los hados. Así, recuerdo que millones de manos han dejado de existir desde que la civilización surgió: millones de libros se han perdido como habitantes de una segunda biblioteca de Alejandría. Pienso que mi libro no es tan importante, sólo son un grupo de garabatos de líneas enrojecidas, receptáculos de polvo y células muertas. Pero temo quedarme en silencio, temo llegar al punto final donde Dios es una mano inmensa, sin líneas, sólo silencio, donde la palabra escrita no ha visto la luz. XI. La ictiomancia
No crecí en una hogar católico, apostólico y romano, ni decidí ni decidiré instaurarlo en el presente o en el futuro. Pero no fui ajena a los días de Cuaresma, a los anuncios de ¡Chunta-chunta-chunta-chún, vamos a comer atún!, o a los primeros falsos pescados que se ofrecían como una versión económica para cumplir con la liturgia. Recuerdo los viernes de croquetas y de romeritos, y el aroma siempre delicioso del pescado empanizado y frito. Todavía hoy me alegran las charolas de las panaderías repletas de empanadas de cazón disfrazado de bacalao. Más allá de mi infancia, desde la temprana Edad Media, la Cuaresma consistía en cuarenta días de ayuno, más seis domingos. Durante este periodo estaba prohibido el consumo de la carne, los huevos, la leche y sus derivados. Sólo se hacía una comida al día, mas no antes de que se ocultara el sol. Por esto, los platillos de Cuaresma se alejan de la pecaminosa carne, porque ¿quién se atrevería a comer la carne de su propio dios si no ha sido transfigurada en la pulcritud del trigo redondo de la comunión? La tradición indica que se come pescado en estas fechas porque era la comida de los despojados en tiempos de Jesús. Aunque también existe la creencia de que se consume porque el pez fue un símbolo usado por los primeros cristianos. Sea lo que sea, alguien tendría que haberlo notado, después de tantos siglos de Cuaresma, prístinos e inmaculados. Sí, alguien tendría que haberlo adivinado, de entre tantas vísceras de pescado, de entre tantos ojos vidriosos tan quietos como las branquias del que ha sido robado de su elemento. Pero nadie lo vislumbró, o todos lo hicieron pero fueron ciegos como los peces son sordos. Sí, alguien debe haber leído las entrañas de tantos peces exterminados para descubrir que el número cuarenta dejaría de representar la penitencia para muchos; que, para la mayoría, el que 40 fueran los días del diluvio universal, 40 los días que Moisés caminó en el desierto, y 40 los días con sus noches que Jesús anduvo por el desierto, dejaría de tener significado. Pero para otros, lo que dicta el Magisterio de la Iglesia es todavía válido. Los respeto, como espero me respeten, y como espero que otros como yo los respeten. Y no me parece ninguna herejía el creer que algún ayunante pudo practicar la ictiomancia. No si se toma en cuenta que la Pascua es la única celebración religiosa que no tiene fecha fija, sino que se determina según los designios de la luna, el astro que representa todo lo pagano. En efecto, la Pascua se celebra el primer domingo después del primer plenilunio de primavera. Siempre he dicho, y lo sostengo, que yo sólo creo en el Conejo de Pascua. Algunos creen que es broma y otros señalan que esas son “gringadas”. Todos se llaman a engaño, pues su origen tiene un dejo de santidad: a raíz de la prohibición de comer huevos y leche en Cuaresma, surgió la costumbre popular de bendecir o regalar huevos en Pascua. Y la adición del chocolate a dicha costumbre no tuvo desperdicio. Insisto, en el Conejo de Pascua se encuentra todo el consuelo. Sin embargo, cabe la probabilidad de que también yo me llame a engaño, porque no se necesitaba de la ictiomancia para predecir el destino de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. He ahí los santos que intentaron llevar pureza a sus coetáneos, como el caso de San Gregorio quien, en una carta a San Agustín de Inglaterra, fija la norma: "Nos abstenemos de carne y de todo aquello que viene de la carne, como la leche, el queso y los huevos". Curiosamente, la propia Iglesia se dio a la tarea de conceder dispensas sobre la Cuaresma si se contribuía a una obra de caridad. En Alemania, tales dispensas fueron conocidas como Butterbriefe (cartas de la mantequilla). Y todavía más: una de las torres de la catedral de Rouen era conocida, por tales transacciones, como la "Torre de la Mantequilla". Creo que los santos no hubieran contemplado como una obra de caridad el aumentar los bienes inmobiliarios. O tal vez sí. En fin, a ratos siento que el sacrificio de todos los peces ha sido inútil y que la ictiomancia es un método de adivinación fallido. Queda regalarse, los unos a los otros, huevos de Pascua y leer con objetividad y sin carga anticlerical estas palabras: las del inicio de un historia que muchos malograron: Entonces él los llevó fuera hasta Betania, y alzando sus manos les bendijo. Aconteció que al bendecirlos, se fue de ellos, y era llevado arriba al cielo. Después de haberle adorado, ellos regresaron a Jerusalén con gran gozo; y se hallaban continuamente en el templo, bendiciendo a Dios. XII. La encromancia
Aun la pluma fuente más costosa tiene sus arrebatos. Cuando se niega a escribir, el escriba en turno procede a agitarla, pero con cautela, como quien agita un refresco de lata, conocedor de las emanaciones que ahí se gestan. Pero casi siempre es inevitable que unas gotas de tinta manchen el papel: los usuarios más refinados tomarán un pañuelo desechable y, con apenas una esquina, procederán a limpiar el desastre. Los más guarros untarán el exceso con la yema del dedo dejando una huella dactilar derretida en el documento. Pero entre nosotros hay quienes optamos por doblar el papel para crear manchas y así buscar figuras en ellas sólo por ociosidad. ¿Después de cuántos cuadernos y de cuántos trozos de papel hemos construido nuestro propio test de Rorscharch sin haber sido observados ni analizados por especialista alguno? Cierto, nadie tomó apuntes de lo que hemos interpretado y, por ende, de lo que hemos sacado a la luz de nuestra conciencia. Sin saberlo, hemos practicado la encromancia, como lo hacían los antiguos y como lo hace hoy en día gente con cédula profesional. Seguramente, la encromancia existió antes que esas diez láminas compuestas por manchas de tinta negra y de colores que se presentan a los pacientes para saber qué perciben, y a partir de ello elaborar diagnósticos. La encromancia es uno más de los métodos de adivinación; se requiere sólo tinta china y una hoja de papel. Están los que indican que, según el tema a consultar, se debe elegir el color de la tinta: así roja para el amor, azul para la salud, amarilla para el dinero, y verde para el trabajo. Basta trazar la pregunta, un nombre o una palabra significativa, doblar el papel en cuatro partes y humedecerlo un poco. Se observa la mancha formada y la figura percibida nos dará la respuesta. Supongo que los consultantes con imaginación obtendrán respuestas más sustanciosas, hasta con incisos; a los pobres de espíritu se les responderá con lacónicos “sí” o “no”. De repente se me ocurre que la única manera de asir la esencia de lo humano es por la vía de los métodos de adivinación. Para ello, lo mejor sería emplear la encromancia, pues nadie podría llamarme supersticiosa, como no lo harían con los sicólogos y demás sanadores del inconsciente, creo. Además, con la ciencia de mi lado, validaría mis descubrimientos y no sería llamada bruja. Y voy más allá: pienso que debemos considerar como ciencia esta mancia, y así detener a los asesinos, a los tiranos y demás escoria a tiempo, desde niños: permitirles hacer dibujos o chorrear tinta sobre cartulinas, y dejarlos hablar e interpretar lo que ahí vean. Luego proceder, bajo el auspicio de la ciencia, a detectar a los malvados en ciernes para erradicarlos del planeta. Sí, deberíamos manchar el mundo entero, todas sus superficies, para crear espejos que nos den respuestas: conocer la esencia de todos. Sublimar las artes adivinatorias y la sicología en una única, poderosa e irrefutable ciencia purificadora para detener el vértigo de un mundo que dicen llegará a su fin este año y... ...y nada, releo lo que he escrito: no soy más que un inquisidor, como aquellos que mandaban a los adivinadores a la hoguera. No me sorprende: acariciar la verdad absoluta desata los infiernos. Ahora temo que no hay nada que asir, pues la esencia de lo humano es igual a lo que vería si volcara el tintero completo sobre estas líneas. XIII. La numerología
(al Movimiento YoSoy132) Lo dicho: somos adictos a las certezas y proclives a sentir miedo ante aquello que no podemos ver. Me ha parecido atinado elegir la numerología para mi entrega número trece en este suplemento. El trece: el número de los encuentros y los desencuentros, de gatos negros y calamidades, de regalos caídos del cielo, de viernes, de martes. Y como lo dictan ciertas tradiciones, el trece es un buen ejemplo de esto: “El número es el señuelo del misterio”. A través de la historia, los números no sólo han servido para contar sino para expresar ideas. Es sabido que la interpretación de los números fue practicada por Platón. Pero no me dedicaré a las anécdotas de esta mancia, puesto que a mi treceava entrega se suman otros números. Ojala que la mayoría de los lectores el 132 les diga algo, o por lo menos conozcan la noticia de los universitarios de este país que decidieron expresar lo que muchas generaciones anteriores callaron ya por desidia, ya por miedo, ya por coacción. Según los cánones de la numerología, tendría que realizar la suma 1+3+2=6 para conocer el número “verdadero” que este movimiento representa. Y entonces debería decir que es un 6 y, como tal, resulta ser el número que representa la oposición entre la criatura y el creador en un equilibrio indefinido. Agregaría que el 6 es el número de las ambivalencias: puede inclinarse hacia el bien o hacia el mal. Y no ocultaría que el 6 ha sido asociado con el apocalipsis y con la mismísima bestia. Pero antes que nuestro instinto milenarista nos lleve a persignarnos, exclamaría que también 6 fueron los días de la creación. Terminaría mi pronóstico con el augurar la llegada de un séptimo día de descanso, o quizá de un sexenio de cambios y esperanza. Pero mejor diré que el 6 es el número de la perfección, y no es de extrañar que simbolice el cielo en la tradición de oriente. Suele representarse con el hexágono estrellado, que es la conjunción de dos triángulos invertidos, la conjunción de dos opuestos. Simboliza el equilibrio entre el fuego y el agua, el inconsciente y el consciente: lo que en el tarot se representa como La Templanza. Pero se debe tener presente que este equilibrio es precario, por ende el lado oscuro del número seis es inmenso. Lo sé, el seis es el blanco y el negro, pero lleva implícita la posibilidad de la escala de grises. Vivimos en una sociedad fragmentada, ignorante, fanática y tristemente clasista. El no haber llegado nunca a punto de encuentro nos hizo pagar un alto precio. Hoy, el Movimiento YoSoy132, descubrió el lugar donde ocurre la conjunción de los opuestos. Usé este lema en las redes: Niños, ya no más "fresas" de la Ibero, ya no más "nacos" de la UNAM: sólo estudiantes, sólo personas que piensan, que hacen. He aquí el principio de todo, y espero que puedan ver la repercusión que esto tiene: la unidad. No debemos depositar nuestro destino en ninguna mancia ni en un número ni en un sólo hombre. No creo en el hada madrina que agita su varita y cambia el curso de la historia. Pero sí creo en ser testigo presencial de un momento histórico y ya no sólo descubrirlo en el folio de un libro. Estoy cansada de ver decapitados, desmembrados, carbonizados, ensangretados en este país. Estoy cansada de sentir que la palabra escrita es inútil. Estoy cansada de evitar claudicar ante tanta miseria. Pero no soy la única, ahora lo sé, hay otros: cientos, miles, dispuestos a escupir su hartazgo. Lo confieso, me molesta toda esa gente que ataca al movimiento tras esas máscaras familiares de la ambición, tal como me molesta el que señala enjuiciador desde la comodidad de su tribuna pagada por todos. Alguien debe seguir contando, con palabras, con ideas, con números. Así me quedo con esa sensación de vitalidad, aun sin guía, que nos hace recordar que todavía estamos lejos de la tumba. Sea: YoSoy132. XIV. La papiromancia
Lo admito, me resultó incómodo escribir sobre un método de adivinación en un 1 de julio de elecciones. Tal vez porque me hubiera gustado saber el resultado de antemano y decirles que soy una gran adivina; o bien, sólo para ahorrarme todo el revuelo de las últimas semanas. Pero se debe ya guardar silencio y esperar a que mañana, 2 de julio, conozcamos el nuevo color de este país. También admito que a ratos me gustaría regresar a ciertos pasajes de mi infancia, en que las cosas me maravillaban y me daban la oportunidad de ejercer mi obstinación de una forma más bondadosa. Así me ocurrió con la papiroflexia, conocida también como origami. En cierta enciclopedia para niños, en cada tomo, se encontraba un apartado sobre este arte. Se mostraba el dibujo del animal terminado y las indicaciones para hacerlo. En esos días mis inquietudes se limitaban a tratar de comprender el orden de los pliegues, cuál era el lado A o el lado B, y qué era arriba y abajo. Al final, todo era cuestión de seguir al pie de la letra el instructivo, una vez descifrado, tener la paciencia de un santo y repetirse una y otra vez: puedo hacerlo. Una de las desventajas de la papiroflexia era la de no encontrar el papel adecuado para ejercerla. No debe ser muy grueso, pero sí resistente y maleable. Más tarde descubrí que para ciertas figuras era vital el papel de dos caras. Mas recuerdo que una vez tuve la suerte de tener un paquete de papel especial para origami. Les hablo de mi infancia pues hoy ya se pueden encontrar kits especiales. Hay papeles de colores, de dos caras, texturizados, metálicos o impresos con patrones varios. Además ahora los instructivos son más claros y permiten realizar figuras de todos los reinos y todas las especies, del más acá y del más allá. Se pueden encontrar por cientos en la red. Son otros tiempos. Buscar el papel ideal, realizar el pliegue preciso, sacar un doblez para obtener el pico de un ave o la aleta de un pez. Eso, en resumen, es la papiroflexia. Las figuras no tienen una utilidad, sólo son objetos de contemplación para los adultos o juguetes para los niños. Me gusta creer que dichas figuras son provocadores de la maravilla y de cómo la simpleza del papel puede guardar formas complejas, un poco como ocurre con la escritura: sí, antes se escribía en un cuaderno, antes los libros sólo estaban impresos en papel. Eran otros tiempos. Me parece que ya lo he dicho antes: las mancias son muchas, y pueden ser más. Basta con tener ese impulso de conocer el futuro, ese deseo intrínseco de poseer certezas. Hace mucho que no practico la papiroflexia, pero se me antojaría darle un giro: crear la papiromancia. Así, le daría a escoger al consultante una abanico de papeles de colores. Aquí realizaría un diágnóstico según la simbología del color elegido. Luego le facilitaría al consultante las intrucciones para crear un ave. Del tiempo que emplee para finalizar la tarea y de su reacción (gestos, maldiciones, resoplidos, risas) sacaría otras conclusiones. Por último, lo acercaría a una ventana y lo invitaría a echar su ave al vuelo. La respuesta positiva o negativa dependería del tiempo que la papirola se sostenga en el aire. Habrá puntos medios, pero si se fuera a pique, la desgracia sería inminente, y si se perdiera en el horizonte señalaríamos al consultante como alguien con mucha estrella. Creo que a partir de mañana, 2 de julio, diseñaré el Manual de la Papiromancia, para que en el futuro las elecciones se lleven a cabo bajo su auspicio: elegiremos papeles del color de los partidos aspirantes, realizaremos pliegues y dobleces para hacer aves, saldremos a las calles y las echaremos a volar. Entonces fijaremos la mirada para descubrir qué aves planean el tiempo suficiente para llegar a un destino imaginado por todos. Serán otros tiempos. XV. Cookiemancia
Por allá en los años 70, en mi infancia, tuve la fortuna de tener tele en mi cuarto lo que me permitió verla a escondidas. Los sábados, tras acostarme, con sigilo, encendía el aparato, con el volumen muy bajito, para ver programas de horror. Me sentaba con las piernas cruzadas, como para conjurar mi doble inquietud: ver cuál sería la historia tenebrosa de esa noche y reconocer la posibilidad de que mis padres me descubrieran infringiendo las reglas. Como suele ocurrir, el recuerdo de aquellos sábados se ha resumido a imágenes aisladas. Las más fuertes pertenecen a un capítulo en especial del que podía recrear una y otra vez la figura de un muñeco de galleta que rodaba por las escaleras de una casa de muñecas. Hoy, gracias a la bendita red, pude encontrar el capítulo mencionado. Pertenecía a una serie de la televisión norteamericana, Ghost Story, conducida por William Castle. El capítulo era el ocho, titulado House of Evil, basado en un cuento de Robert Bloch. La protagonista, para añadir más sorpresas, era la mismísima Jodie Foster, pero niña. No niego que esos programas pertenecen a otra época: el sonido es de otra calidad y el ritmo es lento, pero esa cadencia logra revivir aquella inquietud que me provocaba en la infancia. Si tienen oportunidad de verlo, creo que también recordarán por siempre la cara feliz de pasitas. Desde niña me gusta el azúcar en todas sus presentaciones, en especial bajo la forma de galletas. Creo que por ello mis cuentos de infancia favoritos incluyen galletas: ahí están Hansel y Gretel, el hombrecito galleta y Alicia. Admito que veneré, en su momento, al monstruo come-galletas de Plaza Sésamo. Por ello no es extraño que ese elemento pueda parecerme tan aterrador al usarlo de forma oscura: cuando el mal puede pervertir la inocencia el resultado es el horror máximo. La galleta terrorífica de aquella serie es como mi némesis. No sé qué me gusta más de una galleta: si su sabor, su forma o el poseer el tamaño justo de un bocado. Las galletas gigantes son falsas galletas, sin duda. La galleta puede ser la guarida de todo un universo si se piensa en las cubiertas, los rellenos, las pasas, las nueces, las chispas de chocolate, la fruta cristalizada, la canela, el jengibre y más. A estas alturas se estarán preguntando donde diablos está la mancia. Lo siento, tengo mis dudas al respecto pues creí que podría usar las galletas para adivinar nuestro destino al usarlas en una especie de vudú inverso. Luego imaginé que sería más certero adivinar el futuro con una caja de Oreo y la siguiente técnica: despegarlas, lanzarlas al aire y luego realizar la interpretación según el número de rellenos a la vista. Pero no puedo dejar de recordar a la zorra del cuento y que, al final, no importa qué tanto corramos, pues todo termina en un mal auspicio. Aunque tal vez podríamos dejarnos llevar por un arrebato optimista: las galletas servirían para la adivinación porque al comerlas todos los vaticinios son buenos, y hasta estaríamos tentados a guiar ejércitos de galletas de animalitos para componer al mundo. Para los malos augurios nos limitaríamos a reproducir aquellas galletas con sonrisa de pasas del mentado capítulo que me marcó en la infancia. Sólo necesitamos hornear galletas buenas y galletas malas, llenar un tarro con ellas y esperar que el primer valiente abra la tapa y tome su destino. Total, este espacio y sus adivinaciones sólo son un pretexto para asomarnos a esos mundos que vi en mi infancia a escondidas frente a un televisor. XVI. Sicomancia
Ha llegado el otoño. Bueno, eso dice el calendario, aunque por más que miro por la ventana no logro descubrir los rasgos cliché que aprendí de niña de las monografías y los afiches que colgaban en el jardín de niños y en la primaria: impresiones divididas en cuatro, cada una de las cuales mostraba tal o cual estación. En esta ciudad nunca he visto esa gama de ocres, rojos y anaranjados, nunca he escuchado el crujir de los amarillos ni he admirado un horizonte de ramas desnudas ni he saltado en pilas de hojarasca. Ya es otoño, pero aquí la mayoría de los árboles todavía verdean y más de una especie de flor exhibe sus corolas y sus perfumes. Nada, no hay otoño en esta ciudad, y mucho menos si la lluvia insiste en rebalsar las alcantarillas y oscurecer el asfalto. Algunos dirán que es más difícil distinguir el invierno ante la ausencia de nieve, pero toda la parafernalia de las fiestas, el año nuevo y los calendarios escolares lo hacen real. No ocurre lo mismo con el otoño. Lo único que sé de esta estación es que se acerca el Día de Muertos: pero nada de otoñal tiene el color de un zempasúchitl, y dudo que el crujido del papel picado sea el mismo que el de las hojas secas bajo la suela del zapato. Aunque están las calabazas a la venta en los mercados y los supermercados, pero cuya transformación bajo la noche del piloncillo distorsiona el otoño iconográfico que quisiera conocer. No debería quejarme, pues hoy en día, gracias a la red, se pueden contemplar los otoños más inauditos. Basta googlear o-to-ño para descubrirlos. Sin embargo, sí necesitaría vivir en otra latitud para ejercer la sicomancia: entonces salir a las calles a recoger hojas, ponerlas bajo mi almohada y dormir en espera de un sueño profético. O para plantar un árbol o un arbusto, para verlo crecer y así leer el destino de todos. Pero no en esta ciudad donde el otoño es silente: ¿qué información preciosa se perdería con la ausencia de una estación? En efecto, sin otoño es difícil encontrar un árbol que no sea perennifolio para intentar atrapar las hojas en su caída y, según mi habilidad, saber si el año por venir será aciago o venturoso, pues en este método de adivinación señala que cada hoja atrapada en el aire vaticina una semana bienaventurada. Pero en realidad la sicomancia, o la adivinación con hojas, en su origen se practicaba con las hojas de la higuera, que es de los pocos árboles que muestran las cuatro estaciones en esta ciudad. Tristemente, estos árboles son escasos, aunque en otros tiempos eran comunes. Otra práctica vinculada con la sicomancia, que no necesita del otoño, consiste en acostarse debajo de un árbol y escuchar el sonido del viento que se mueve por entre las hojas para producir profecías. Pero aquí los cláxones, los rechinidos de llantas, los helicópteros y demás sinfonía citadina sólo me ayudarían a vislumbrar el mismísimo apocalipsis (sí, zombis incluidos). De todas las variaciones de la sicomancia creo que optaré por la de encontrar una hoja apropiada, del árbol que sea, para escribir en ella mi consulta. Luego la pondré a resguardo: si se seca rápido, mi consulta estará mal aspectada; pero si permanece verde, me indicará ventura. Bien mirado, creo que procederé a escribir mi siguiente obra en hojas (sí, de árbol), y esperaré la respuesta: si es positiva ya no tendré que buscar un editor; y si es negativa, tendré un otoño más realista. XVII. Croniomancia
De todas formas, ya estarías muerto, aunque hubieras tomado esas cebollas porque sobraban, porque nadie iba a hacer más nada con ellas. Así hubieras seguido la tradición de esta mancia: construir un altar con tierra húmeda, enterrar los bulbos, elegir una pregunta para cada uno y esperar días, semanas, para ver los retoños o la esterilidad. Sólo entonces hubieras obtenido respuesta a tus consultas. Pero no fue posible, porque algunas incertidumbres son sentenciadas a hervir en una sopa que sacia a las víctimas de una guerra atroz. En verdad quisiera ser bruja, no sólo porque cito mancias absurdas o porque observo los arcanos del tarot, sino para poder robarme las cebollas de tus versos, las cebollas de tu pasado y grabar en ellas, urnas de falso cristal, los nombres de los que están muertos, y regresarlos a la tierra, a ese tu tiempo, para reescribir la historia. E ir más allá, escribir un cancionero sobre el resentimiento acunado por lo ineludible, y con sus folios cercenar las cebollas de esos otros, los sobrevivientes inmundos, para que no mueran plácidos en sus camas de oro y sí mueran despeñados, rotos, con el mismo dolor que apagó tus ojos. Sí, en verdad quisiera ser bruja para resucitar a los que se fueron, aunque de todas formas hoy ya serían sepultura. Lo sé, de todas formas ya estarías muerto, porque el próximo 30 de octubre, de estar vivo, cumplirías 102 años, y pocos viven más de cien. De lograrlo, tal vez no estarías cuerdo al descubrir los finales de aquellas historias, los silencios y las afrentas que nunca llegaron a buen término. Cierto, quédate quieto, no sepas lo que pasa / ni lo que ocurre, que esa sea tu historia porque ¿qué seríamos nosotros sin tus nanas?, esas que nos dan consuelo, que muestran la belleza de lo grotesco, ese último bastión que nos permite ser vigías en una torre imaginaria de un continente distante al tuyo, tristísimo, porque Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre; y creo que tu hoy será un siempre. Preguntar a las cebollas por los que están lejos, consultar a las cebollas sobre el ser amado, buscar las certezas bajo sus capas sólo para descubrir el vacío. Y asesinarlas con un cuchillo, como se asesinan en esta tierra, para llorar lágrimas falsas que ahoguen a las verdaderas. No importa lo que diga, lo que haga o lo que imagine: de todas formas, Miguel Hernández, poeta, ya estarías muerto, como el hortelano, como el niño de ojos negros, como los vientres apagados bajo la tierra, tan muerto como el muerto frutal, caído / con octubre en los hombros. No me engaño, no engaño a nadie: las mancias sólo causan maravilla cuando existe la posibilidad de adivinar el desenlace de una historia. Cuando el punto final ya ha sido trazado, sólo nos queda lo que otros han dejado escrito: como aviso o testimonio, como sentencia o eco. O acaso como designio de lo que está por venir: ese reflejo de la desolación perpetua. De todas formas, todos estaremos muertos un día. Sólo nos queda, al igual que en Orihuela, decir: Cuatro pasos, y los muertos. / Cuatro pasos, y los vivos. Dulces sueños, Miguel Hernández, poeta. XVIII. La aeromancia
Hace ya unas semanas, observo la ciudad desde la misma ventana. Claro, no todo el día, sólo los minutos necesarios para cumplir la cuota en una caminadora, yendo a ningún lado pero con mucha prisa. Es curioso, desde ese segundo piso, desde esta colina y con vista a la barranca, la ciudad parece pequeña: un pueblo en vías de expansión. Lo sé, sólo es un efecto óptico, el mismo que me hace creer que los aviones son moscos de otoño. Me gusta más la vista por las noches: contemplar esa marejada de luces que hace ver la ciudad como una maqueta que un urbanista todavía puede arreglar. Con la luz del sol la maqueta sólo es un proyecto ya entregado, para bien o para mal. Observo y entonces me da por pensar qué diablos he hecho, qué hago o qué haré, o si mi proyecto futuro me convence, si tendré tiempo de terminarlo, si tiene sentido. Todo esto mientras mis piernas se mueven ajenas sobre la banda sin fin. Y sucedió: observaba, caminaba y pensé que mejor debería quedarme callada porque ya he dicho todo, porque no tengo más que decir. Seguí caminando con los ojos cerrados, como quien trata de huir del dolor de los músculos o del desencanto. Entonces, al abrir los ojos, vi una nube: tenía la forma de un caballo de madera, de esos balancines que ya ningún niño usa. Lo admito, tal visión me provocó una sonrisa porque tengo dos caballos en casa, pero miniaturas, sobre la mesa de la sala. Ajenas siempre, mis piernas seguían yendo a ningún sitio. Así tuve tiempo de pensar que, si practicara la aeromancia, aquella nube sería una respuesta absurda a mis problemas de creatividad. ¿Qué quieres, Nube?, ¿que regrese a mi infancia, que me mezca, que libre batallas montada en un estúpido caballito de madera? La imagen me parece patética, porque a lo mejor el camino que debo recorrer es sobre un caballo de juguete, sólo imaginando que cabalgo, que voy a todo galope, así, con la misma imaginación de un niño aunque todo alrededor se mueva en bólido, en cohete o con los poderes especiales de un super héroe. Las piernas siguen su ritmo; mi respiración no. Me dejo de tonterías, pues nada tengo que ver con aquellos que practicaron la aeromancia durante siglos buscando respuestas en la forma de las nubes, en la dirección del viento y en todos los fenómenos metereológicos. No soy como ellos: yo tengo radares, satélites, televisión, Freud y hasta Wikipedia. Ya no siento las piernas. El caballo nube se mueve. Pienso que los antiguos adivinos habrán dudado como yo, habrán arreglado su interpretación para dar la respuesta deseada, y más: ¿qué formas dejaron de ver por no reconocer los caballitos de madera que están en mi sala? Me doy cuenta que siempre habrá algo que contar, y que el caballito ahora es un espejo de mi lentitud en la caminadora. La nube se distorsiona y pierde forma. Ya sólo es una célula, o acaso es un microrganismo que tendrá que esperar millones de años para evolucionar en algo con cuatro patas o más que yo no podría reconocer. Ya lo he dicho, las mancias son el nicho de nuestra urgencia de certezas. Lo reconozco, me aterra vivir con la duda de si viviré ese momento en que el silencio sea inevitable, en el que no pueda escribir más. Ocurrirá justo cuando abra los ojos para ver por una ventana y encuentre un cielo despejado, sin nubes, azulísimo, radiante como una página en blanco perpetua en la que ya no podré imaginar nada más. XIX. El fin del mundo
Es inevitable, pienso que esta decimonovena entrega de los Métodos de Adivinación es la última. Y todavía más: que este texto es el último que publicaré, y que por ello importa mucho, o bien importa nada. Pienso esto y descubro que nunca ha tenido importancia el hecho de si será publicado, si será leído o si será arrojado a la papelera de la computadora de mi editor, Edilberto. Bien mirado, el acto de escribirlo, ese momento que vivo en solitario, es lo que trasciende. Justo ese momento único e irrepetible en el que logro aprisionar el presente en una prisión imaginaria construida con el ruido de las teclas y el resplandor de la hoja blanca de word. Justo ese momento cuyo entorno nunca está descrito, en sí, en el texto y que escapa como el humo del cigarro cuando medito si lo que he escrito tiene sentido, si las comas están bien colocadas o si debería de dejar de inventar mancias. En estas 19 entregas he repetido que buscamos adivinar el futuro para quitarnos de encima el peso de la incertidumbre. Pero esto posee una gama. Mucho de lo que la humanidad ha preguntado a un adivino se refiere al logro, la fama, la fortuna, el amor y todo aquello que consideramos como la bonanza. Lo triste es que parece que siempre olvidamos que lo único que importa es seguir vivos, acaso sólo para darnos a la tarea de escribir palabras como estas o buscar métodos inauditos para encontrar respuestas. Lo demás “es vanidad de vanidades”, como dijo el predicador. La radio, la tele, los espectaculares y otros medios anuncian que el 21 de diciembre es el final de este mundo. Pero bien mirado, el final siempre está a la vuelta de la esquina, puesto que nuestra propia muerte es ese final. Acaso lo que nos desasosiega es conocer la fecha exacta de lo inevitable y no el plazo de la codiciada bonanza. Quizá deberíamos ser como los replicantes de la película Blade Runner y dedicar nuestros últimos días de este diciembre a rebelarnos contra el conocimiento de nuestra fecha de caducidad. ¿Y si lo estamos haciendo al negarla? Ya lo sabremos el 22 de diciembre. Tal vez nuestro malestar ante la incertidumbre es lo que nos hace sentir vivos, lo que nos hace humanos. La conciencia del pasar del tiempo y el temor a que algo o alguien detenga el segundero nos da vitalidad. Ya lo había dicho, esta columna sólo me da pretextos para decir tal o cual cosa, y esta vez el supuesto fin del mundo me da la pauta para terminar esta sección. Esta es la última entrega de los Métodos de Adivinación, sin mancia y sin la certeza de si iniciaré otra columna o no. No importa mucho, esto es un mínimo fin del mundo editorial, así como en realidad sería el fin del mundo: el último enunciado del único superviviente y el eco que nadie escuchará cuando se adivine el punto final. |