El mundo es lo que veo: una cara amarilla, un diente sepultado en un pozo y una niña sedienta bajo ramas de abetos. Estaciones floridas lo recorren. Calma o pavor lo hacen estremecerse. Es rojo como los ríos de otras tierras y blanco y amarillo como los rostros de gente silenciosa y amada. Manos para golpear, ojos y lengua poderosa tiene. Lo he visto en tardes de borrasca, cuando tiempos lejanos y acabados se vuelcan ante él. Es el frío esplendor, la claridad ardiente detrás de las paredes. Es el mundo que veo: un línea blanca y amoratada que no quisiera ser cuando el sol recorre. Negras y encendidas espaldas se deshacen en él, y corazones que nunca vieron antiguas maravillas lo buscan. El mundo es lo que veo. Los prados se deshacen en noches afiebradas y un tumulto se oye. Cantos de sinsabor y miedo descienden como lluvia tras las colinas. Estaciones floridas lo recorren. Calma o pavor lo hacen estremecerse.
Dime qué es
Dime qué es el mundo, la sombra de la tierra debajo de encendidos sepulcros, el pasto de mortales vivientes en siglos de esplendor. Dime qué es el día que aún no viene, la pasajera herrumbre que a esta hora susurra en tus orejas, la llama miserable del sol que cubre olvidos y puertas, el grito y la encendida quietud de cuartos otra vez derruidos. Dime la sombra, el mundo, el pasto de mortales, el calor de vivir, la llama y los olvidos encerrados tras puertas. Dime qué es el mundo, el esplendor, la noche de este día en que alguien huye echando abajo muros y levantando pisos y oscuridades. Dime el siglo y la hora, el día que aún no viene, el pasto, la humedad, los mortales susurros en la oreja.
País, dios, destino
Toda la noche llovió sobre nosotros, animales del abismo y del aire. Hombres lejanos, fantasmas parecíamos detrás de las cortinas de nuestras casas solas. Como un fuego invisible nos rodeaban los vientos de la noche y caían nuestro cabello y nuestra carne. Se ennegrecía la tierna piel de nuestro hermano y en sus ojos se apagaba la vida. Llovió sobre nosotros fuego y brasas toda una noche gris y había preguntas que nadie contestaba. La perversa alegría nos agitaba el alma. Nosotros los sobrevivientes de aquella noche breve no quisimos huir: agonizábamos entre cadáveres deshechos, miserables, y así nos alegrábamos porque ése fue nuestro deseo, ése había sido nuestro anhelo secreto desde el día que fuimos la especie poderosa de la tierra. La muerte, el exterminio nos ahogaba de placer y de dicha; temblábamos presintiendo la hora, el exacto minuto, la bienvenida muerte: país, dios, destino, paraíso esperado.
Canto de la oruga
No existes, nunca serás, ha dicho el mundo, una porción pequeña del dulce y terreno mundo. Y han volado pájaros y centellas y cantos de medianoche repiten sus oraciones breves. No existes. Nunca serás. A la orilla de los caminos una flor se deshace. Es blanca, es roja y tiene pétalos largos. Ven. Nadie se da la mano. Hay un lago sin sombras en el oriente frío. El calor lo abandona. Dame la mano, tú, humedad de la tierra, sierpe, oruga, cizaña. Nadie me ve ni me oye. Sé que no existo. Nunca seré. Todo estaba previsto.
Mujer muerta
Con ojos no del todo descompuestos una mujer muerta nos está mirando. En años breves y días dificultosos otros tiempos vivió, otros fueron sus gestos, las ropas que ahora usa y el temblor de sus manos. Nos mira muerta, nos está mirando la mujer. Más allá de nosotros parpadea sentada en la rama de un árbol. No sabemos cómo fue a dar allí. Se examina los brazos, abre y cierra los ojos. Parpadea y aparta las delicias de la luz encantada. Qué le diremos, qué vamos a decirle si nos está mirando y se mueve y parece que nunca más va a irse. Descalzos y amarillos se deshacen sus pies. Su pecho aún se agita. Nada dice la muerta. Sólo ahora con ojos aún no descompuestos se mueve, nos mira, nos está mirando.
Habla otro hombre acerca de la especie
Preservemos la especie, enemigos de buitres y alacranes. Sabemos quiénes somos y en qué tiempo llegamos a este mundo. Por lo tanto preservemos la especie, el alma adelantada de esa exquisita forma dueña hoy de la creación. Que no se extinga, que no acabe su perfecta belleza. Guardemos la cabeza, el tronco y las extremidades tibias, el gesto y la ternura y otros innumerables dones, milagros superiores de la especie. Preservemos contactos, palabras y miradas que son mundos, misterio de la tierna belleza de esta forma perfecta dueña hoy de la creación.
Secreto
Han llegado a la tierra niños, hombres, viejos, mujeres de otros días. No sé qué son. Tienen manos y dedos alargados, pecho, cuello. Palabras amarillas. Se inclinan ante el mundo, ríen, cierran y abren los ojos y a una hora precisa golpean las infinitas nubes y derraman su ira fuera y dentro de la creación. Se llaman auras líquidas, culebras de la noche, aire y risas de la hora acabada. Pero no sé qué son. Caminan, se levantan, huyen de prisa y van y vuelven en madrugadas frías. Mueren de noche, crecen o en los muros se alargan y susurran cuando la lluvia viene. Arrojan amapolas y piedras a los pozos que nadie ha construido, huyen, se abrazan, se deshacen y en lugares oscuros se iluminan como rayos del sol del tiempo roto. Tienen boca y rodillas, pies y ruidos, alma y vacío, luna y brazos. Aunque lo digo ahora, lo digo, nada entiendo porque no sé qué son.
Nosotros —hombres hábiles, de negocios
Nosotros —hombres hábiles, de negocios claros y mirada nada segura-- vimos ayer el mundo. Parecía un pez dormido en su elemento, una estatua valiosa descubierta en un campo en llamaradas. Era inocente y viejo como la eternidad. Tenía curtido rostro y él mismo sin temores se había puesto en nuestras manos. Lo miramos. Fue una larga mirada no exenta de inquietud. Le dimos vuelta, calculamos su peso y su tamaño, lo escupimos probando su paciencia, lo dejamos en paz, lo acariciamos y al fin fue nuestro para siempre. Lo ocultamos. Nadie así lo verá. No existe para nadie. Era inocente y viejo, quién creyera lo sucedido, y ahora ya no está. Nosotros —hombres perecederos, de negocios claros— vimos ayer el mundo. Fue para siempre nuestro. Lo ocultamos.
Débiles seres
Fuimos niños ayer —es un decir-- pero ese tiempo ya lo hemos olvidado. En una calle quieta dejamos una casa húmeda y verde, y en una esquina un gesto, un juego no aprendido y pueril y un instante que allí está todavía. Lo demás es confuso. Está olvidado. Una uña blanca, una mano completa removiendo una silla en la cocina. El humo de la leña se elevaba y caía. Había paredes negras y nombres de mujeres que nada significan. Sólo seres humanos, débiles seres que no han sobrevivido. ¿Qué fue? No lo sabemos. Sueño es poco decir. Condición inmortal, de dioses solamente. Fuimos niños ayer. En la caída rápida y sin violencia no hay instante ni calles. Todo —es un decir— ya está olvidado.
Evadné
Muertos en días recientes o hace infinidad de años los fantasmas recorren los rincones y se agazapan junto a la turbia claridad. Bajan los tordos a los pequeños charcos de los barrios y beben en espejos ni humanos ni divinos. Muerta en el río de aguas negras, Evaden se retira. Los fantasmas le cuentan al oído, uno a uno, su historia, y en todas ellas hay un niño nacido de mortal que desciende en su hora a los infiernos. Siento tu mano, odio, mujer increada y desaparecida mientras las multitudes van llenando las calles. Llovió ayer, no llovió, hace tantos meses que no cae ni una llovizna fina, susurran los fantasmas bañados por la claridad de los rincones. Hoy es jueves, día fatigoso de los principios de la primavera. La semana ha pasado y yo, gusano negro que se dora al sol, pienso en días remotos y en que nunca, jamás descenderé a los infiernos. Aterrado escucho a los fantasmas: susurran al oído de la muerte dormida, la sangrante Evadné, vanas palabras.
Habla un hombre
Muérete de hambre, ingrato, y desocupa el mundo. Devora las semillas nutricias, el viento y los despojos de la tarde saciada. Engulle los ropajes de la felicidad, cómelo todo y luego vete, huye y desaparece, húndete para siempre bajo la tierra húmeda. Que no te vea nadie más. Toda entera puedes también comer la tierra, la entraña roja y la raíz del árbol. Pero muérete ya, que cubres el esplendor del año y ensordeces la música de la esfera. No seremos testigos de tu agonía larga. Vete, desaparece. Húndete para siempre en lo seco y profundo de la tierra madrastra.