Un lunes de mayo, a las once de la mañana, una señora estaba en la puerta de su casa. Hacía calor, mucho, y no pasaba ninguna persona por la calle. La señora, encorvada, se frotaba el pecho con la mano derecha y entrecerraba los ojos. Estaba pensativa y miraba al frente. Decía en sus pensamientos: Me gustaría no ser mujer. Me gustaría no ser gente. Quisiera ser más bien un animal, un pájaro grande de alas negras. O una tortuga. No tiene ninguna gracia ser gente. Me gustaría ser más bien una tortuga.
Eran las once de la mañana. Quieta, en la puerta de su casa de aquel pueblo remoto, la señora se frotaba el pecho. La calle estaba solitaria, nadie salía de las casas vecinas ni se asomaba por las ventanas entreabiertas. Pensaba la señora: Si fuera una tortuga no tendría necesidad de hablar con nadie. Nadie, tampoco, me haría caso. Caminaría por dondequiera, despacio; iría a todas partes, o sólo a los lugares que me gustaran, y todo lo miraría con detenimiento. Cargaría a la espalda una concha de colores y me escondería en ella cuando quisiera. Haría muchas cosas más.
La calle permanecía solitaria. Lejos, hacia el sur, alguien tocaba una trompeta. Pensaba la señora: Cómo me gustaría no ser gente. No me gusta. Y se frotaba el pecho, quieta, mirando la calle desde la puerta de su casa.
Era un lunes de mayo y hacía calor. La calle iba de oeste a este. En las aceras había hierba crecida. Un perro cruzó la esquina próxima: era un animal grande, de patas veloces y hocico ladrador, que desapareció en un instante. La señora, risueña, se vio a sí misma como una tortuga, en su casa, cruzando despacio una pieza. Se vio también en el marco de la puerta, mirando al frente con ojos arrugados. El caparazón, reseco y gris, no le pesaba. Pensó en un charco de agua fría. Hacía calor y oía pasos y voces y veía una laguna. Ni la menor brisa llegaba hasta ella, y ella, sobre un duro suelo, apenas podía caminar. Avanzaba hacia el agua de la laguna inclinando la cabeza. Los pasos y las voces, apagados, se alejaban. Con su caparazón, la tortuga levantó una rama que le impedía el paso. El sol, fuerte, la obligaba a cerrar los ojos. Antes de sumergirse en la laguna, quieta, la tortuga levantó la cabeza y fijó la mirada en el agua verdosa.
En la puerta de su casa pensaba la señora: No quiero ser gente. No me gusta. Encorvada, con los ojos entrecerrados debido al fuerte sol, miró a la izquierda y a la derecha. Luego entró. Caminó por el patio, desganada, frotándose el pecho. Seguramente el aire empezaba a refrescar, porque tenía las manos frías. En un rincón abrió una llave de agua, tomó un pedazo de manguera y se puso a regar las matas frondosas que tenía en el patio. Al golpe del agua una flor se deshizo: una flor amarilla, de siete pétalos. Pero no era la única: había más, muchas más, y muchos botones que sin duda se abrirían al día siguiente.
Se sentó la señora a la mitad del patio, bajo el sol, en una silla nueva, con el pedazo de manguera en las manos. El chorro del agua caía a sus pies, pero no tenía ganas de levantarse y caminar hasta el rincón para cerrar la llave. La tortuga, dichosa, se hallaba en el fondo de la laguna, boca arriba, en el lodo, con el caparazón hundido en el cieno. No movía las patas: sólo movía la cabeza y los ojos imaginando una corriente de agua fría por la cual se deslizaba, libre, hacia una orilla en sombras. En la orilla, sentada entre unas hierbas altas, bajo un árbol, estaba una mujer de dientes descubiertos. La vio, cercana, pero la mujer no la vio a ella; se hallaba distraída mirando hacia la otra orilla de la laguna o tal vez a algún punto del agua verdosa, los pómulos altos, la boca grande y los ojos entrecerrados. Era una mujer de cara más blanca que la leche, y gritaba sin dirigirse a nadie: A qué hora llegará ese pájaro que me anuncia calamidades. Quiero verlo ahora, quiero oírlo con gusto. Si viene, si se acerca, lo dejaré que duerma en mi pecho. Le arrancaré una o dos plumas mientras me dice sus maldiciones. Luego lo echaré al viento otra vez. Le pediré que no vuelva.
La tortuga salió del agua y se acercó a la mujer. Avanzó despacio, moviendo la cabeza, y luego se detuvo ante la mujer quieta. La mujer oyó un canto lejano y entonces miró a la tortuga. Le puso una mano sobre el caparazón, pero el animal no ocultó la cabeza. Pensó la mujer, quieta, sentada a la orilla de la laguna, bajo un árbol. Pensó: Voy a morirme un día. Ojalá no sea pronto. Y abrió la boca y descubrió los dientes, largos, mientras sus ojos se hundían. Su cara blanca se emblanqueció más. Buscó a la tortuga pero la tortuga ya iba lejos. Había desaparecido.
Avanzaba la tortuga alejándose de la laguna. Hacía calor. Sus pasos eran más lentos que nunca. Iba hacia una sombra, hacia unas hierbas espinosas. Pero jamás llegaría, qué lejos, qué luminoso estaba todo. Bajo las hierbas espinosas se detuvo la tortuga, en el lodo, agitando las patas. Levantó la cabeza y se quedó escuchando un ruido próximo: era un pájaro que revoloteaba a la orilla de la laguna.
En el centro del patio, sentada, con el pedazo de manguera en las manos, la señora, alegre, levantó la cabeza. Pensó: Pronto voy a morir, algún día. No quisiera ser gente.
Oyó una voz. Alguien la llamaba repitiendo su nombre. Decía la voz: Dónde está, dígame. Venga a darme los zapatos.
Pero la señora no hacía caso. Eran las once de la mañana de un lunes de mayo. Oyendo la voz que seguía llamándola se frotó el pecho, cerró los ojos y vio a la tortuga tendida en el lodo, bajo las matas espinosas. Agitaba las patas y tenía la cara arrugada y el hocico entreabierto, y por el hocico le salía un vaho azuloso. Bajo el árbol, a la orilla de la laguna, la mujer de cara blanca como la leche ya no estaba. Pero un pájaro grande saltaba en el árbol con el pico abierto, y el pájaro miraba de reojo el suelo iluminado por el sol, el agua verdosa y la orilla opuesta de la laguna. En el patio, la señora sintió calor. Arrojó lejos el pedazo de manguera pero no se levantó de la silla. El agua se fue estancando en el suelo. Sintió calor la señora pero luego sintió frío, como si estuviera sumergida en agua helada. Lejos, alguien repetía su nombre. Decía la voz: Venga pronto. Dígame dónde está.
Pensaba la señora, risueña: Me moriré cualquiera de estos días. Quisiera no haber sido gente. Y cerró los ojos y los mantuvo así, apretados. Era un lunes de mayo y muy pronto la casa se llenaría de personas de toda edad: algunos niños, tres, y cinco o seis mujeres y hombres maduros. Fuera de la casa la calle seguía solitaria. Llegarían dos hombres y una mujer pequeña, agitada, recorrería todas las piezas. El pedazo de manguera seguiría en el suelo, y el chorro de agua, crecido, refrescaría la casa.
Una voz la llamaba pero la señora, encorvada, no quería obedecer. Se frotaba el pecho con una mano y tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió, una figura alargada, enorme, estaba frente a ella. La claridad, los rayos del sol la deslumbraron. Vio unos pies descalzos, uno de ellos vendado, y una sombra que se retorcía en el suelo del patio cubierto de agua. Vio una laguna de aguas verdosas y una tortuga pequeña que avanzaba trabajosamente entre piedras y arena quemante.
Ante la figura enorme que estaba frente a ella la señora sacudió la cabeza, sonriente, movió los brazos y se levantó. Luego volvió a quedarse quieta en el centro del patio. Encorvada, no dejaba de frotarse el pecho con una sola mano.