Ah la antropología
Cuando los antropólogos encuentre el diente
que me diste dirán: …allá por mil novecientos sesenta y nueve, y por octubre, existían mujeres rubias, como la primavera. De hermosas piernas y hermosas risas, de verdes ojos y cintura estrecha, de tan suaves y fuertes caderas —el cabello, de la seda más pura. Inteligentes; aptas para la amistad, el arte y el amor; con piel de escamas tibias —como peces niñas—; gentiles, de cálida boca y seos pequeños; dulces, ruborizadas, inconformes; de manos inservibles, perezosas para levantarse en las mañanas —tímidas y atrevidas, inocentes y culpables—. Dueñas de la creación. Este diente en particular —dirán también—, por su estructura, pertenece a una mujer de un metro sesenta y siete de estatura, que se ponía pantalones cuando sus enamorados se volvían demasiado pesados. (Ah, la Antropología: no hay ciencia tan exacta y tan al día.) Y era bailarina, exclamarán, y actriz: se nota en esta muesca: se adueñaba sin esfuerzo de la dicha o la desdicha de los demás. Y era sacerdotisa. (Así dirán —como yo, ahora. Y, como yo, ahora, sacarán un gastado pañuelo de un bolsillo vacío, secarán el sudor que corra por su frente y se interrogarán, animales nostálgicos: ay, ¿por qué no me fue dado vivir en ese siglo afortunado? |