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de Canciones para el tiempo que muere


El ahorcado

Amanece y el ahorcado despierta
en otra oscuridad. Se busca arriba, abajo,
de pie bajo las nubes y contra el suelo firme.
Al fin se encuentra, pero ahorcado
y así quiere quedarse hasta otro día
en que una voz lo llame. Dice:”Comeré
de mi pan y beberé del agua que llovizne
sobre de mi cabeza”. El ahorcado despierta
y nada ve más que llanuras, campos,
casas y corredores, mujeres y hombres
reunidos en esquinas y plazas.
Alza la voz y dice: “La vida no es torcer un lazo
sino amarrarlo al cuello y abandonarlo allí.
Me arrepiento: no comeré mi pan ni beberé una sola
gota de agua aunque llovizne en esta hora.”
Amanece y el ahorcado gira en el viento de la casa.
Despierta y ve sus manos: en cada una falta un dedo
y por más que mira fijamente no lo encuentra.
Son las seis de la mañana de otro día. Imagina
el ahorcado un piso sucio y una mujer que corre
hacia una multitud. Un resplandor lo ciega
y encendido y despierto en otra oscuridad, los dedos
de las manos completos, nuevamente se duerme.



Agua remota

A una hora de aquí
la muerte, o aunque no sea la muerte,
espera en su quemada choza
a que el agua de lluvia levante su heredad
y se la lleve entre dos o tres palabras
frías
dichas antes que pase la alborada.
Espera la muerte como si no esperara
más que el agua de lluvia y no la boca
que le abra el corazón,
y su cuerpo traspasan los vientos de la noche
recién venida al mundo, y en su cabeza el día
la observa de lejos y de cerca
y dice
aquellas dos o tres palabras frías
que nadie puede pronunciar ante la lluvia
de agua clara y remota, porque entonces
los huesos de la muerte se unirían
para luego formar
una larga centella a su quemada choza
y a la boca que le abre el corazón
esclavo y duro.

A una hora de aquí sólo un grito tendrá
la muerte en su heredad aprisionada,
y bajará una lluvia fina hasta sus huesos
tranquilos, cruzados mansamente
en la remota claridad del agua.

Y al encontrarse van, toman las aguas.

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