Caza-bachas_
A los siete años aún no había aprendido a leer. Mis recuerdos de la escuela son una tercia perfecta: la recolección de insectos autóctonos del patio de recreo que metía en frasquitos de vidrio; la historia de una compañera huérfana que había perdido a sus padres en el incendio de su casa, así como la descripción de aquellos cuerpos carbonizados; y las semanas completas de eterno descanso gracias a que nuestra maestra de segundo año, Elena, no había regresado de las vacaciones de Semana Santa; el autobús donde viajaba se había despeñado en alguna carretera de México. No recuerdo a su suplente. Pero fuera de ese mundo de letras ininteligibles el mundo se resumía en una persona, mi amiga Adelita. Ella era chilena, sí, de aquellos chilenos que llegaron en marejadas en los años setenta, y fue mi cómplice de andanzas por los jardines de la unidad habitacional. Fuimos caza-caracoles expertas, sabíamos que después de las lluvias los caracoles aparecían sobre cualquier muro, a la vista en los arbustos o reptando sobre la tierra. Sabíamos cómo despegarlos, con sumo cuidado para no romperles la casa. Podíamos observar absortas sus pequeños cuernitos que salían y se movían armoniosamente, rozar sus ojillos para que se escondieran, y discernir sobre los diferentes diseños de aquellas espirales marrones. Logramos llenar una caja de galletas vacía con una gran madeja de caracoles que se retorcía dentro. Cada día los limpiábamos, les dábamos de comer pan de caja remojado y organizábamos carreras con ellos. En esos días me alegraba usar vestido; recostadas sobre la espalda apoyábamos los pies sobre la pared y colocábamos un par de caracoles sobre nuestra piel a la altura de nuestros tobillos, ellos descendían lentamente provocándonos un leve cosquilleo, el primero en llegar a la mitad del muslo era el ganador. La carrera terminaba y entonces nuestras piernas brillaban con el reflejo del sol. Varias estelas de “baba” de caracol se secaban sobre nuestra epidermis y destellaban transformándonos en seres fantásticos. Ahora sé que no fue buena idea esconder mi caja de caracoles bajo la cama, pues cuando mi madre la descubrió casi se muere del asco. A tirarlos, no quedaba más remedio. No podíamos dejar la caja al aire libre, alguien podría encontrarlos y destruirlos, tampoco la madre de Adelita aceptaría tales huéspedes. Nos dedicamos varias horas a colocarlos en lugares adecuados, les dimos casa nueva en los matorrales del parque. Pero nuestro instinto cazador no había partido con ellos. Casualmente tropezamos con una colilla de cigarrillo tirada en la banqueta, alguien no había tenido tiempo de terminarlo. Fumar, cosa de grandes, ¿a qué sabrá? Adelita guardó la bacha en el bolsillo de su pantalón, al día siguiente yo hurtaría los cerillos de madera de la cocina de mi casa. —¡Chin, me quemé! —Tonta, no lo agarres de la cabecita, agárralo de más abajo, así. —¡Uh!, se apagó. —Dale, yo lo prendo, pero tú haz casita con las manos. —Ya, ya, ya, a ver, yo prendo el cigarro. —No te acerques tanto, te vas a quemar las pestañas. La primera bocanada. Adelita sólo tosió un poco y me pasó la colilla. El humo subía retorciéndose espectral hasta diluirse. Pero nuestro cigarrillo resultó como el humo, breve. El único remedio era encontrar más bachas así que iniciamos la nueva cacería. Pasamos varias tardes oteando las banquetas, las entradas de los edificios, metros y metros cuadrados de piso. Guardábamos nuestras colillas en una bolsita de plástico, de las que mi papá usaba para guardar mi sandwich del lunch escolar. Cada día, al regresar a nuestras respectivas casas, escondíamos el botín en un agujero hecho en una jardinera, protegido con su impermeable improvisado. Un día, tras decidir que aquel montón de cigarrillos era suficiente, nos dirigimos a la zona más retirada de la unidad, ahí donde solíamos observar e intentar apedrear enormes lagartijas negras de lomo amarillo (jamás le dimos a una, y eso que se estaban quietas, como petrificadas). Nos sentamos, cada quien tomó su cigarrillo y esta vez no tuvimos que hacer casita con las manos, Adelita había tomado prestado el encendedor de su mamá. Jugamos a hacer donitas con el humo, a exhalarlo por la nariz como feroces dragones, a cruzar la pierna simulando ser señoritas de sociedad, y sólo a intervalos tosíamos entre risa y risa. Nuestra risa se acabó cuando dos chavos aparecieron sin que nosotras los hubiésemos presentido —de trece años cuando mucho, pero para nosotras eran verdaderos adultos. —¿Qué están haciendo? ¿no creen que están muy chiquitas para andar fumando? ¿Saben sus papás que están aquí?, a ver, ¿dónde viven? Nosotras, las cazadoras expertas, las osadas patinadoras, las que se robaban los chocolatines de la tienda, las que tocaban timbres ajenos, las que no hacían la tarea porque sólo era perder el tiempo; nosotras las niñas que golpeaban a los niños más pequeños para apañar el columpio, ahora éramos las sorprendidas, las mudas, las aterradas. —No sean tontas, ¿qué no saben que si fuman no volverán a crecer?, yo creo que vamos a llamar a un policía. —¡No, no, no lo volveremos a hacer! —No les creo… —Te lo juramos, por diosito. —Bueno, denme esa bolsa y el encendedor, qué tal que se prenden y se queman, aquí nadie las iba a ver. Está bien, pero las vamos a vigilar, y entonces sí llamaremos al policía. Perdimos nuestro botín, y la dignidad se nos cayó a pedazos mientras huíamos de un policía imaginario. Aún no recobrábamos el aliento cuando nos percatamos de algo más, nuestras manos olían a la escena del crimen: alquitrán y tabaco. Nos dirigimos a una pileta que usaban los jardineros de la unidad, hundimos nuestras manos y las restregamos contra el sedimento y las piedritas que vivían en el fondo del agua, hasta ponerla turbia. —¡Ag!, ¿qué es esto? Mira, una lombriz. —¡Qué asco, tírala! —Mira, está partida, pero no le sale sangre, ni tiene tripas. —¡Tírala! —No, primero salúdala. Oye, ¿y dónde tiene los ojos? —No sé. —Anda, dile hola con la mano. Nos dedicamos a arrojarnos la lombriz entre gritos y carcajadas, hasta que el trozo inerte se convirtió en un jirón. ••• Volvimos a jugar carreras de caracoles, golpeábamos niños para apañar el columpio, patinábamos aunque nos raspáramos las rodillas —esos malditos vestidos— pero cada vez que veíamos un policía corríamos a escondernos cada una en su casa. Teníamos la certeza de que aquellos chavos nos habían delatado. Cuando nos topábamos con una bacha, sonreíamos. Éramos cómplices y prófugas, pero siempre seríamos las mejores amigas. |