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Cuarto libro: Crónicas

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Aquí comienza el cuarto libro
de las fantasías de Gaspar de la Noche


I. Maese Ogier (1407)

«El dicho rey Carlos sexto de su nombre fue muy bondadoso y bienamado; y el pueblo no tenía
en grande odio sino a los duques de Orleáns
y de Borgoña, que imponían tallas excesivas
por todo el reino. »

     Maese Nicolle Giles
     «Anales y Crónicas de Francia, desde la guerra
     de Troyes hasta el Rey Luis onceno de su nombre. »


«Sire —preguntó maese Ogieral al rey, que miraba por el ventanuco de su oratorio el viejo París animado por un rayo de sol—, ¿no oís cómo retozan, en el patio de vuestro Louvre, aquellos pájaros glotones entre la ramosa y frondosa viña?»

«¡Sí, tal! —respondió el rey—. Su gorjeo es bien ameno.»

«La viña está en vuestro huerto; sin embargo, no sacaréis provecho a su recolección —replicó maese Ogier con benigna sonrisa—. Los pájaros son ladrones desvergonzados y tanto les place el picoteo que siempre serán picoteadores. Ellos vendimiarán por vos vuestra viña.»

«¡Oh! ¡Ni hablar, compadre! ¡Los expulsaré! —exclamó el rey.

Atrajo a sus labios el silbato de marfil que colgaba de un anillo de su cadena de oro y le extrajo sonidos tan agudos y penetrantes que los pájaros levantaron el vuelo hasta los altos del palacio.

«Sire —dijo entonces maese Ogier—, permitidme que deduzca de aquí una fábula. Los pájaros son vuestros nobles; la viña, el pueblo. Aquéllos festejan a costa de éste. Sire, quien embauca al villano embauca al señor. ¡Basta de depredaciones! Un silbido y vos mismo vendimiaréis vuestra viña.»

Maese Ogier daba vueltas entre sus dedos, con aire embarazado, al ala de su sombrero. Carlos VI meneó tristemente la cabeza, y estrechando la mano del burgués de París suspiró: «¡Sois un hombre probo!».


II. La poterna del Louvre

«Aquel enano era holgazán, antojadizo y perverso;
pero era fiel y sus servicios eran agradables a su señor.»

     Walter Scott, «El Lay del trovador».


Aquella lucecita había atravesado el Sena helado, al pie de la torre de Nesle, y ahora no estaba a más de una centena de pasos, bailando entre la bruma —¡oh prodigio infernal!— con un crepitar semejante a una risa burlona.

«¿Quién anda ahí?», gritó el suizo de guardia en la garita de la poterna del Louvre.

La lucecita dábase prisa en acercarse y no en responder. Más bien pronto apareció un rostro de enano, vestido con túnica de lentejuelas de oro y tocado con un gorro con cascabeles de plata, cuya mano columpiaba un rojo cabo de vela entre losanges vidriados de una linterna.

«¿Quién anda ahí?», repitió el suizo con voz temblorosa, su arcabuz encarado.

El enano despabiló la vela de su linterna y el arcabucero distinguió unos rasgos desfigurados y magros, unos ojos brillantes de malicia y una barba blanca de escarcha.

«¡Eh! ¡Eh! Amigo, guardaos muy mucho de largar el fuego de vuestra escopeta. ¡Vaya, vaya! ¡Sangre de Dios! ¡No respiráis sino muerte y carnicería!», exclamó el enano con voz no menos conmovida que la del montañés.

«¡También vos, amigo…! ¡Uf! Mas, ¿quién sois, pues? —preguntó el suizo algo tranquilizado. Y devolvió a su casco de hierro la mecha de su arcabuz.

«Mi padre es el rey Nacbuc y mi madre la reina Nacbuca. ¡lup! ¡lup! ¡luuu!», respondió el enano, sacando una cuarta de lengua y ejecutando dos vueltas en pirueta sobre un pie.

Esta vez al veterano le castañetearon los dientes. Felizmente, récordó que llevaba un rosario colgado de su cinturón de búfalo.

«Si vuestro padre es el rey Nacbuc, pater noster, y vuestra madre la reina Nacbuca, qui est in coeli, ¿sois, pues, el diablo, santificetur nomen tuum?», balbució medio muerto de pavor.

«¡Eh! ¡No! —dijo el porta-farol—. Soy el enano de monseñor el rey, que llega esta noche de Compiège y me despacha delante para que haga abrir la poterna del Louvre. La consigna es: Señora Ana de Bretaña y San Albino del Cormal.»


III. Los flamencos

«Los flamencos, gente revoltosa y testurada.»

     Memorias de Olivier de la Marche.


La batalla se prolongaba desde la hora nona, cuando los de Brujas abandonaron la partida y volvieron grupas. Se dio entonces, por una parte, tan profundo desasosiego y, por la otra, persecución tan rigurosa, que, al paso del puente, cantidad de rebeldes fueron arrastrados, en batiburrillo de hombres, estandartes y carros, al río.

El conde entró al día siguiente en Brujas con maravillosa cohorte de caballeros. Le precedían sus heraldos de armas que hacían sonar horrísonamente la trompeta. Algunos saqueadores, la daga empuñada, corrían acá y allá y ante ellos huían espantados los puercos.

Hacia el ayuntamiento se dirigía la cabalgata relinchante. Allí se arrodillaron el burgomaestre y los regidores, suplicando merced, capotes y caperuzas por tierra. Mas el conde había jurado, su mano sobre la Biblia, exterminar al jabalí rojo en su pocilga.

«¡Monseñor!»

«¡Incendiaré la ciudad!»

«¡Monseñor!»

«¡Colgaré a sus ciudadanos!»

No se prendió fuego más que a un barrio de la ciudad, no se colgó en la horca más que a los capitanes de la milicia y el jabalí rojo fue borrado de los pendones. Brujas se había rendimido por cien mil escudos de oro.


IV. La cacería (1412)

«¡Vamos! Acosa al ciervo, esto le dijo.»

     Poesías inéditas.


Y la cacería seguía, seguía, pues el día estaba claro, por montes y valles, por campos y bosques, y corrían los donceles y las trompas cantaban y los perros ladraban y los halcones volaban y los dos primos cabalgaban codo con codo y herían con sus venablos ciervos y jabalíes en la enramada, con sus ballestas garzas y cigüeñas en los aires.

«Primo —dijo Huberto a Reinaldo—, me parece que, para haber sellado nuestra paz esta mañana, apenas se alboroza vuestro corazón.»

«¡Sí, tal!», le respondieron.

Reinaldo tenía los ojos enrojecidos del loco o el condenado; Huberto se veía preocupado; y la cacería seguía, seguía, pues el día estaba claro, por montes y valles, por campos y bosques.

Mas he aquí que de súbito una tropa de gente de a pie, emboscados en el perfume de las hadas, se precipitó, lanza en ristre, sobre la cacería alegre. Reinaldo desnudó la espada y fue —¡persignaos de horror!— para atravesar con repetidos golpes el cuerpo de su primo, que perdió los estribos.

«¡Mata! ¡Mata!», gritaba el Ganelón.

¡Nuestra Señora, qué espanto! Y ya la cacería no seguía, mientras el día estaba claro por montes y valles, por campos y bosques.

¡Ante Dios esté el alma de Huberto, sire de Maugiron, lastimosamente asesinado el tercer día de julio, el año de mil cuatrocientos doce; y lleven los diablos el alma de Reinaldo, sire del Aubepine, su primo y matador! Amén.


V. Los reitres

«Un día, Hilarión fue tentado por un demonio hembra
que le presentó una copa de vino y flores.»

     «Vidas de los Padres del Desierto».


Tres negros reitres, cada cual con una gitana a la grupa, intentaban introducirse en el monasterio, hacia medianoche, con la llave de la astucia.

«¡Hola! ¡Hola!»

Hablaba uno de ellos, alzado en pie sobre el estribo.

«¡Hola! ¡Refugio contra la tormenta! ¿Qué desconfianza tenéis? Mirad por el agujero. Estas monerías que llevamos a la grupa, estos barrilillos que guindamos en bandolera, ¿no son acaso jóvenes de quince años y vino que beber?»

El monasterio parecía dormir.

«¡Hola! ¡Hola!»

Hablaba una de ellas, castañeteando de frío.

«¡Hola! ¡Refugio, en nombre de la bendita madre del Salvador! Somos peregrinos extraviados. El cristal de nuestros relicarios, el ala de nuestras caperuzas, los pliegues de nuestras capas chorrean de agua y nuestros destreros, que ya dan traspiés de fatiga, perdieron sus herraduras por los caminos.»

Una claridad brilló en el rajado centro de la puerta.

«¡Atrás, demonios de la noche!»

Eran el prior y sus monjes, procesionalmente armados de cirios.

«¡Atrás, hijas de la mentira! ¡Dios nos guarde, si es que sois de carne y hueso y no sólo fantasmas de albergar en nuestro recinto a unas pa- ganas o, al menos, cismáticas!»

«¡Sus! ¡Sus! —gritaron los tenebrosos caballeros—. ¡Sus! ¡Sus! ¡Sus! ¡Sus!» Y su galope vióse barrido a lo lejos en el torbellino del viento, del río y de los bosques.

«¡Rechazar así pecadoras de quince años a las que habríamos inducido a penitencia!», refunfuñaba un monje joven, blondo y abotargado como un querubín.

«Hermano —le murmuró el abad junto al pabellón de la oreja—, ¿olvidáis que madame Alienor y su nuera nos esperan arriba para confesar?».


VI. Las grandes compañías (1364)

«Urbem ingredientur, per muros current, domas conscendent, per fenestras intrabunt quasi fur»*

     Profeta Joel, cap. II, v. 9.

     I

Unos cuantos merodeadores, perdidos en el bosque, se calentaban a un fuego de vigilia en torno al cual se espesaban el follaje, la tiniebla y los fantasmas.

«¡Oid la nueva! —dijo un ballestero—. El rey Carlos V nos despacha a micer Bertrand du Guesclin con promesa de soldada; mas no puede cazarse al diablo con reclamo como a un mirlo.»

Toda la cuadrilla estalló en carcajadas y esta alegría salvaje aún se duplicó cuando una gaita que se desinflaba lloriqueó como un crío al que nace un diente.

«¿Qué es esto? —replicó por fin un arquero—. ¿Es que no estáis cansados de esta vida ociosa? ¿ Ya habéis saqueado bastantes castillos, bastantes monasterios? Yo, por mi parte, no estoy saciado ni ahíto. ¡Mal haya Jacques d'Arquiel, nuestro capitán! El lobo no es ya sino un lebrel. ¡Y viva micer Bertrand du Guesclin si me da soldada a mi altura y me arroja entre guerras!»

En este punto la llama de los tizones enrojeció y se azuló y los rostros de los salteadores azulearon y enrojecieron. Un gallo cantó en una granja.

«¡El gallo ha cantado y San Pedro ha renegado de nuestro Señor!», murmuró el ballestero persignándose.

     II

«¡Navidad! ¡Navidad! ¡Por mi vaina que llueven carolus!»

«¡Os daré a cada uno un celemín!»

«¿En serio?»

«¡Por mi fe de de caballero!»

«¿Y quién os dará a vos tan gran fortuna?»

«La guerra.»

«¿Dónde?»

«En las Españas. Los infieles manejan allí el oro a espuertas y hierran con oro sus hacaneas. ¿Os acomoda el viaje? ¡Acosaremos y desollaremos a los moros, que son unos filisteos!»

«¡Las Españas, micer…; eso está lejosl»

«Vuestros zapatos tienen buenas suelas.»

«Eso no basta.»

«Los tesoreros del rey os sumarán cien mil florines para levantaros el ánimo.»

«¡Chocadla! Alineamos entorno a las flores de lis de vuestra bandera la rama de espino de nuestras borgoñotas. ¿Cómo canta la balada?

¡Oh! ¡El alegre menester del salteador!».

«¡Vamos! ¿Habéis tirado ya vuestras tiendas? ¿Habéis cargado vuestras basternas? Levantemos el campo. Sí, soldaditos míos, plantad aquí, al partir, una bellota, que será un roble a vuestro regreso.»

Y se oyó cómo ladraban las jaurías de Jacques d'Arquiel, que perseguía al ciervo a media ladera.

     III

Los salteadores estaban de camino, alejándose por cuadrillas, arcabuz al hombro. Un arquero disputaba en la retaguardia con un judío.

El arquero levantó tres dedos.

El judío levantó dos.

El arquero le escupió en el rostro.

El judío se enjugó la barba.

El arquero levantó tres dedos.

El judío levantó dos.

El arquero le soltó un bofetón.

El judío levantó tres dedos.

«¡Dos carolus este jubón, ladrón!», exclamó el arquero.

«¡Misericordia! ¡Vayan tres!», exclamó el judío.

Era un magnífico jubón de terciopelo recamado con un cuerno de caza de plata en las mangas. Estaba agujereado y ensangrentado.

* Penetran en la ciudad, recorren sus muros, escalan sus casas Y entran por las ventanas cual ladrones.


VII. Los leprosos

A monsieur P. J. David, escultor.

«No te acerques a tales contornos, son la madriguera del leproso».

     «El Lay del leproso».


Cada mañana, no bien las ramas habían bebido el rocío, giraba sobre sus goznes la puerta de la Malatería y los leprosos, semejantes a los antiguos anacoretas, se internaban por toda la jornada en el desierto; valles adamitas, edenes primitivos cuyas perspectivas lejanas, tranquilas, verdes y boscosas no se poblaban sino de corzas que pacían la hierba florida y de garzas que pescaban en ciénagas claras.

Algunos habían roturado huertos: una rosa les resultaba más aromática, un higo más sabroso, cultivados por sus manos. Otros tejían nasas de mimbre o tallaban copas de boj en grutas de rocalla arenadas por una fuente viva y tapizadas de enredadera salvaje. ¡Así trataban de engañar las horas, tan presurosas para el gozo, tan lentas para el sufrimiento!

Mas los había que ni se sentaban siquiera en el umbral de la Malatería. Aquellos a quienes, extenuados, lánguidos, dolientes, la ciencia de los médicos había marcado con una cruz, paseaban su sombra entre los cuatro muros del claustro, altos y blancos, con la mirada fija en el cuadrante solar cuya aguja apresuraba la huida de su vida y el acercamiento de su eternidad.

Y cuando, adosados a los pesados pilares, se sumergían en sí mismos, nada interrumpía el silencio del claustro sino los chillidos de un triángulo de cigüeñas que araban las nubes, el brincar del rosario de un monje que se esquivaba por un corredor y el gruñido de las tablillas de los celadores que, por la tarde, encaminaban a los tristes reclusos hacia sus celdas.


VIII. A un bibliófilo

«Queridos niños, ya no hay otros caballeros que los de los libros.»

     Cuentos de una abuela a sus nietos.


¿A qué restaurar las historias carcomidas y polvorientas de la Edad Media cuando ya la caballería ha desaparecido para siempre acompañada de los conciertos de sus trovadores, de los encantamientos de sus hadas y de la gloria de sus valientes?

¿Qué importan a este siglo incrédulo nuestras maravillosas leyendas: San Jorge rompiendo una lanza contra Carlos VII en el torneo de Luçon; El Paráclito descendiendo, a la vista de todos, sobre el Concilio de Trento en pleno día, o el judío errante abordando cerca de la ciudadela de Langres al obispo Gotzelin para narrarle la Pasión de Nuestro Señor?

Las tres ciencias del caballero son hoy despreciadas. Ya nadie siente curiosidad por aprender la edad de un gerifalte encapirotado, con qué piezas cuartela el bastardo su escudo ni a qué hora de la noche Marte entra en conjunción con Venus.

¡Toda tradición de guerra y de amor se olvida y mis fábulas no correrán siquiera la suerte del lamento de Genoveva de Brabante, cuyo comienzo olvidó ya el coplero y cuyo final nunca supo!


     Aquí termina el cuarto libro de las fantasías de Gaspar de la noche

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