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Desengaños del Mago

I

Antaño yo vivía en una torre que custodiaban tardes de susurrantes collares.

Yo acechaba a las caravanas que, al caer los crepúsculos, entraban en los patios polvorientas de azul.

Yo jamás dormía.

Pero tal vez dormí, tal vez soñé que un ruiseñor sediento secaba los mares.

Porque tortugas sospechosas empezaron a seguirme.

Yo tenía diez años y en las tardes miraba flotar en los estanques ciudades de ojos magnéticos.

Cada noche la marea depositaba en los árboles islas dormidas.

En bosques de miel aguardaba a Lucy, la diminuta niña de cuernos relucientes.

Lucy sollozaba por los elefantes enredados en mi barba.

Lucy era una gaviota.

Yo era un cangrejo, un lirio, un árbol relampagueante.

II

Déborah: si alguna vez desciendes de los tejados, si alguna vez emerges de los cementerios donde vives, y cruzas (ave o demonio) por la Plaza del Oso, me verás bajo la lluvia esperándote. Porque amé tu calavera de conejo, amé hasta enloquecer tu rostro dañino.

Déborah y yo cabalgamos sobre un escarabajo de ojos penetrantes y en días de tristeza recorrimos espejos, uniformados de azur.

Déborah se mataba las pulgas mientras yo recitaba mis Grandes Cantos.

Sólo una vez me permitió besarla. Fue en los jardines: la primavera silbaba su tonadilla mientras ella movía la cola, azorada.

Pero tan pronto la besé, sacudió el polen de su falda, aulló a la luna y huyó por los desfiladeros.

Yo felizmente era un topo, yo dichosamente excavé un túnel.

Yo estaba solo amancebado con la luna.

Bien lo sabes, Déborah, mi araña incomparable.

¡Oh mi alondra!

¡Oh mi cítara enlutada!

III

Antaño fui un Mago Melancólico y panteras invulnerables me seguían arropadas en sus sedas.

A mi conjuro brotaron manantiales de rubí.

Poblé los cielos de bondadosos monstruos.

Yo tenía veinte años: el año empezaba.

No temblé cuando la abominable tripulación puso proa al paraíso.

¡Proa al paraíso, charcos de azul!

(“¡Nunca te traicionaré!, ¡no me rendiré mientras chapoteen las sirenas!” —Mentíale a mi musa).

Yo era inmortal, era divino.

Remonté ríos de erizados dientes.

Era el tiempo maldito de mi generación.

Todavía escucho gritar a los unicornios pisados por la multitud.

Todavía oigo al gentío himplando para que abdique.

Pero yo no cambio de plumaje: me niego a iluminar con mi canto los fétidos establos de la noche.

No más embustes:

Que el Poeta se quite el antifaz y muestre su pico afilado.

Porque rabiosos ejércitos nos buscan.

Mas yo vuelo hacia el futuro, yo anido entre inmortales.

Os prometo que una brisa de alondras refrescará el infierno.

IV

Pero llegó el tiempo del murciélago.

En los caminos colgaron a los elfos.

Pintarrajearon a las hadas antes de forzarlas.

Fracasaron mis magias.

Vagué por llanuras de trapo.

Me llené de moscas como un verano gordo.

Estuve en Samarkanda, la de cabeza sumergida.

Sólo insectos poblaban tu urbe, Desesperación, ¡Oh Desolado, sólo su pueblo ciego te miró envejecer ante las murallas!

Atravesé salones enjoyados donde el tigre husmeaba: tigres gigantescos entre cuyas zarpas pasan ríos despavoridos.

Hasta que huí de aquellas tribus.

Así llegué a Nínive, la de sangrantes ojos.

La tarde era un pez de tetas fosfóricas: el río arrastraba imperios de oro danzante: yo mismo era una serpiente entre tanta belleza.

Tuve suerte: me amamantó una hembra cuya gordura a los naturales aniquilaba.

Yo saludo a la que me llevó muérdago y ratones frescos a mi cubil, yo celebro a la que lamía mis cabellos doloro-samente.

Oh Nínive vestida con mi dicha.

Nínive de ojos inaccesibles

Nínive de torres soñolientas

Nínive donde quedó mi corazón ardiendo

Así empezaban los años de mis inolvidables desgracias, aquel funesto amor que fue mi ruina, mi tesoro de cabellos azules.

V

Al salir me derribaron los coletazos del viento enloquecido por los piojos.

Para vivir compuse canciones: la turba me arrojaba oro entre los barrotes.

Ya era tarde.

Enfermé.

Agonicé en los bosques. Mi trono era la luna; mi cetro, el aullido del lobo.

Peinábame el sol, adulábanme sus hipócritas vasallos.

Yo recordaba el pasado, cuando sobre los delfines en las bahías del alba, fuimos horriblemente felices.

Recliné la frente en las catedrales.

Caían las torres envenenadas.

Sangraban los obeliscos.

Al amanecer, me sentí mejor: estaba muerto.

Entonces el mar encaneció, las islas huyeron.

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