Érase un viejo que tenía tres hijos. Dos de ellos eran listos y hacendosos; el menor, Emelia, era tonto y perezoso.
Los hermanos mayores trabajaban, pero Emelia se pasaba el día tumbado a la bartola en lo alto del horno y no quería saber nada de nada.
En cierta ocasión, los hermanos mayores se fueron al bazar, y sus esposas, las cuñadas de Emelia, dijeron a éste:
—Ve por agua, Emelia.
El tonto les respondió desde arriba del horno:
—No tengo ganas.
—Ve, Emelia, si no tus hermanos, cuando regresen del bazar, no te harán ningún regalo.
—Bien, iré —accedió Emelia.
Bajó Emelia del horno, se calzó, se puso el abrigo, tomó dos cubos y se puso a mirar por el boquete. De pronto, vio un sollo, Emelia lo atrapó y dijo:
—¡Buena sopa de pescado va a salir!
El sollo habló con voz humana:
—Suéltame, Emelia, que algún día te seré útil.
—¿En qué puedes serme útil? —rió Emelia—. No; te llevaré a casa y les diré a mis cuñadas que hagan una sopa de pescado. ¡Saldrá estupenda!
El sollo dijo implorante:
—Suéltame, Emelia, y haré por ti todo lo que me pidas.
—Está bien, te soltaré, pero antes demuéstrame que no me engañas.
—Dime, Emelia —preguntó el sollo—, ¿qué deseas en este momento?
—Quiero —contestó Emelia— que los cubos vayan solos a casa y que el agua no se vierta por el camino.
—No te olvides de lo que voy a decirte —aconsejó a Emelia el sollo—. Siempre que quieras algo, di: «Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo»… y expresas a continuación tu deseo.
Emelia se apresuró a pronunciar:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, id a casa vosotros mismos, cubos.
En cuanto lo hubo dicho, los cubos salieron solos del cauce del río. Emelia echó el sollo al agua y corrió en pos de los cubos.
Los cubos iban solos por la aldea, la gente los miraba llena de asombro, y Emelia los seguía, riéndose para su capote. Los cubos entraron en la casa y ellos mismos se subieron al banco. Emelia trepó a lo alto del horno.
Al cabo de un rato, las cuñadas le dijeron:
—¿Qué haces ahí tumbado, Emelia? ¿Por qué no partes leña?
—No tengo ganas —respondió el tonto.
—Si no partes leña, tus hermanos no te harán ningún regalo cuando regresen del bazar.
Emelia bajó muy a disgusto del horno. Se acordó de lo que le había dicho el sollo y pronunció muy quedo:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, ve, hacha, a partir leña; una vez partida, que la leña venga a la isba y se meta ella misma en el horno.
Al cabo de un buen rato, las cuñadas dijeron:
—Emelia, no tenemos ya leña. Ve al bosque por ella.
Emelia les respondió desde lo alto del horno:
—¿Y para qué estáis vosotras?
—¿Cómo que para qué? ¿Crees que es cosa de mujeres ir por leña al bosque?
—Yo no tengo ganas de ir.
—Pues te quedarás sin regalos.
En fin, Emelia bajó del horno, se calzó, se puso el abrigo, tomó una cuerda y el hacha, salió al patio y se montó en el trineo.
—¡Mujeres —gritó—, abrid el portón!
Las cuñadas le dijeron:
—¿Por qué, tontilón, has montado en el trineo y no has enganchado el caballo?
—No lo necesito —respondió Emelia.
Las cuñadas abrieron el portón, y Emelia dijo muy bajo:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, vamos al bosque, trineo.
El trineo se deslizó tan rápido, que ni el mejor caballo hubiera podido darle alcance.
Para ir al bosque había que cruzar la ciudad, y el trineo atropelló ahí a mucha gente. Los ciudadanos gritaban: «¡Paradle! ¡Detenedle!», pero Emelia no hizo caso de los gritos y al poco llegaba al bosque.
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo —dijo—, corta, hacha, troncos secos, y vosotros, troncos, cargaos en el trineo y ataos vosotros mismos…
El hacha se puso a talar árboles secos, y los leños saltaban al trineo y ellos mismos se sujetaban con la cuerda. Luego, al trineo y ellos mismos se sujetaban con la cuerda. Luego, Emelia ordenó al hacha que le cortara una estaca que apenas pudiese levantar. Hecho todo esto, montó en el trineo y dijo:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, vamos a casa, trineo.
El trineo corrió hacia la casa. Emelia volvió a cruzar la ciudad en la que había atropellado a tanta gente, pero allí estaban ya esperándole. Le hicieron bajar del trineo y se pusieron a prodigarle insultos y golpes.
Viendo que las cosas tomaban mal cariz, Emelia musitó muy bajito:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, mídeles las costillas, estaca.
La estaca saltó del trineo y se puso a descargar golpes a diestro y siniestro. La gente huyó espantada, y Emelia llegó a casa y se tendió en lo alto del horno.
Al cabo de cierto tiempo se enteró el zar de las trastadas que había hecho Emelia y mandó a un oficial que lo encontrara y lo llevara a palacio.
Llegó el oficial a la alda en que vivía Emelia, entró en la casa y dijo:
—¿Eres tú Emelia el tonto?
Emelia respondió desde lo alto del horno:
—¿Qué quieres de mí?
—Ponte en seguida el abrigo, que tengo que llevarte a presencia del zar.
—No tengo ganas de ir.
El oficial montó en cólera y propinó a Emelia una bofetada. Emelia dijo para su capote:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, mídele las costillas, estaca.
La estaca se puso a golpear al oficial, que escapó de allí más muerto que vivo.
El zar se asombró de que el oficial no hubiera podido con Emelia y envió a casa del tonto a su más alto dignatario, a quien dijo:
—Trae a palacio al tonto de Emelia o despídete de tu cabeza.
El dignatario compró pasas, ciruelas secas y rosquillas y se dirigió a la aldea. Una vez allí entró en casa de Emelia y preguntó a las cuñadas qué era lo que más le gustaba al tonto.
—Si se le trata con cariño y se le promete un caftán rojo, hace todo lo que se le pide —respondieron las mujeres.
El dignatario agasajó a Emelia con pasas, ciruelas secas y rosquillas y le dijo:
—¿Qué haces tumbado en el horno, Emelia? Vamos a ver al zar.
—Me encuentro muy a gusto aquí…
—Escucha, Emelia, en palacio te tratarán a cuerpo de rey, comerás y beberás lo que quieras. ¡Ea, vamos!…
—No tengo ganas de ir.
—Emelia, el zar te regalará un caftán rojo, un gorro y unas botas nuevas.
Emelia lo pensó y dijo:
—Está bien; ve, que ya te daré alcance.
El dignatario se marchó, y Emelia siguió tumbado y al cabo de un rato dijo:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, vamos, horno, a ver al zar.
Los ángulos de la isba crujieron, el tejado osciló, una de las paredes se vino abajo, y el horno corrió por la calle en dirección al palacio del zar.
El soberano estaba mirando por la ventana y quedó maravillado.
—¿Qué prodigio es este? exclamó.
El dignatario le dijo:
—Es Emelia, que viene a verte montado en su horno.
El zar salió a la puerta de palacio y dijo al tonto:
—Tengo muchas quejas de ti, Emelia. Has atropellado a un montón de gente.
—¿Por qué no se apartaron al ver el trineo?
En aquellos instantes, la princesa María, la hija del zar, estaba mirando por la ventana. Emelia la vio y dijo para su capote:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, que se enamore de mí la hija del zar…
Luego, añadió:
—¡Ea, horno, vámonos a casa!
El horno dio la vuelta, corrió a la casa, se metió en ella y se detuvo donde estaba antes. Emelia seguía tumbado en lo alto.
Mientras, en palacio todo eran gritos y lágrimas. La princesita María echaba de menos a Emelia, no podía vivir sin él y pedía a su padre que la casara con el tonto. El zar, entristecido, dijo a su dignatario:
—Si no traes a Emelia vivo o muerto, puedes despedirte de tu cabeza.
Compró el dignatario vinos dulces y delicados manjares y se fue en busca de Emelia. Entró en la isba y se puso a agasajar al tonto.
Emelia bebió y comió por tres, pero el vino se le subió a la cabeza, y se tendió en el horno. El dignatario aprovechó la ocasión, lo llevó a su carreta y se dirigió con él a palacio.
El zar ordenó inmediatamente que le trajeran un barril con aros de hierro. Metieron en él a Emelia y la princesita María, lo calafatearon y lo arrojaron al mar.
Al cabo de un tiempo, Emelia se despertó y vio que lo rodeaba una oscuridad impenetrable.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
Le respondió una voz:
—¡Qué desesperación, Emelia! Nos metieron en un barril y nos arrojaron al mar azul.
—¿Quién eres? —inquirió el tonto.
—Soy la princesita María —dijo la voz.
Emelia musitó:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, sacad el barril a la seca orilla, a la arena amarilla, vientos desatados.
Soplaron con fuerza los vientos. El mar se agitó y arrojó el barril a la seca orilla, a la arena amarilla. Emelia y la princesita María salieron de su prisión.
—¿Dónde vamos a vivir, Emelia? —dijo la princesita—. Haz una choza, por mala que sea.
—No tengo ganas.
Como la princesita insistiera, Emelia dijo:
—Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, que aparezca un palacio de piedra con el tejado de oro.
Apenas Emelia hubo dicho estas palabras, cuando apareció un palacio de piedra con tejado de oro. En torno se extendía un verde jardín esmaltado de flores, en el que cantaban armoniosos los pajaritos. La princesita María y Emelia entraron en el palacio y se sentaron a la ventana.
—Emelia —dijo la princesita—, ¿no puedes convertirte en un apuesto galán?
Emelia, sin pensarlo más, musitó:
—Porque así lo manda el sollo y porque así lo quiero yo, seré de hoy en adelante un apuesto galán.
Emelia adquirió al instante un aspecto tan arrogante y apuesto, que ni en los cuentos podía encontrarse un mozo tan agraciado.
Quiso el azar que saliera de caza el monarca y viera aquel palacio donde antes no había edificio alguno.
—¿Quién ha osado construir un palacio en mis tierras sin pedirme permiso? —exclamó indignado el zar, y envió a sus criados a enterarse de quién vivía allí.
Los criados llegaron al pie de la ventana y preguntaron.
Emelia respondió:
—Decidle al zar que venga a visitarme y yo mismo se lo diré.
El zar entró en el palacio. Emelia le recibió y le hizo sentarse a la mesa. Dio comienzo el festín. El zar comía y bebía y preguntaba maravillado.
—¿Quién eres, galán?
—Te acuerdas del tonto Emelia, que fue a verte montado en su horno y lo hiciste meter, junto con tu hija, en un barril que arrojaron al mar. Pues yo soy ese mismo Emelia. Si me viene en gana, puedo incendiar tu reino y arrasarlo.
El zar se llevó un susto de muerte e imploró perdón, diciendo:
—¡Cásate con mi hija, Emelia, y toma mi reino, pero no me mates!
En fin, dieron un festín fabuloso, y Emelia se casó con la princesita y se puso a gobernar el reino.