Métodos de adivinación 10-19
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Diecinueve fueron los textos publicados bajo el nombre de Métodos de adivinación, columna que habitó en el Guardagujas, suplemento de La Jornada, Aguascalientes entre 2011 y 2012. He aquí los métodos reunidos (10-19):
X. La quiromancia
La línea de la vida, la de la cabeza, la del corazón, los montes y sus planetas. Creo que la quiromancia, la adivinación vía la lectura de las manos, es la más conocida; tal vez porque sólo se necesita lo que se trae puesto, salvo trágicas excepciones. Si en realidad todo estuviera escrito en la palma de la mano, no faltaría quien ofreciera cirugías plásticas para modificar el destino o algún rasgo de la personalidad. Inclusive se podría modificar el sexo de los hijos por venir, o bien evitar tenerlos si así estaba destinado o viceversa. O tal vez sería más sencillo: bastaría tomar una pluma o un marcador indeleble para escribir cómo se nos antojaría ser, cómo desearíamos vivir y en qué momento morir. Y acaso la inmortalidad sería una línea que diera vueltas sobre sí misma en la muñeca, por supuesto, al infinito. De cierta manera es algo que hacemos día a día: escribir nuestra historia. Pero no en su totalidad porque, bien mirado, hay limitaciones en el lenguaje, en la estructura elegida o en el género literario. Si se observa el entorno, hay gente que elige un manual, un tratado científico o un instructivo, y están también quienes tienden a la oda, la novela, el ensayo o algún híbrido. Y sí, por qué no, al simple slogan o al contenido de una caja de cereal. En la quiromancia no sólo se pone atención a las líneas de las manos sino a la forma de éstas: si son grandes o pequeñas, cuadradas o alargadas, o si los dedos son huesudos o regordetes, flexibles o no. Imagino que son las manos son como los libros: de pasta dura o de edición de bolsillo; habrá vidas que son incunables y otras de papel reciclado, blanqueado, colorido o texturizado. Y no dudo que existan los impresos en acetato o los que fueron preciosamente iluminadospor los amanuenses. O los que han sido escritos a lápiz y que el tiempo se encargará de desvanecer del todo hasta que el silencio tras la muerte sea doble. Es inevitable, en todo impreso o manuscrito existen las terribles erratas. Así ocurre en mi libro personal, pues llevo meses con el síndrome del tunel carpiano en la mano izquierda. Confieso que temo que el libro de esta mano se quede mudo, como ocurre con un libro que ha sido víctima del agua y se deteriora lenta e irreversiblemente. Nunca había pensado en la posibilidad de hacer todo con una sola mano, y ahora se presenta como la imposibilidad de escribir. Imagino que tal vez mis libros impresos y en dictamen son sólo vestigio del libro en esta palma deteriorada; o bien esta palma es el libro de caligrafía y ejercicios que usabamos cuando pequeños para aprender a escribir, y yo seré analfabeta. Pero la desgracia no es tal; todo depende del punto de vista que, supongo, se encuentra en algún renglón de estas manos o en alguno de sus montes, porque entonces recuerdo que hay gente que no tiene esta mano ni esta otra, y su vida, su historia, está escrita acaso en un libro imaginario o en la tradición oral de los hados. Así, recuerdo que millones de manos han dejado de existir desde que la civilización surgió: millones de libros se han perdido como habitantes de una segunda biblioteca de Alejandría. Pienso que mi libro no es tan importante, sólo son un grupo de garabatos de líneas enrojecidas, receptáculos de polvo y células muertas. Pero temo quedarme en silencio, temo llegar al punto final donde Dios es una mano inmensa, sin líneas, sólo silencio, donde la palabra escrita no ha visto la luz. Erika Mergruen
XI. La ictiomancia
No crecí en una hogar católico, apostólico y romano, ni decidí ni decidiré instaurarlo en el presente o en el futuro. Pero no fui ajena a los días de Cuaresma, a los anuncios de ¡Chunta-chunta-chunta-chún, vamos a comer atún!, o a los primeros falsos pescados que se ofrecían como una versión económica para cumplir con la liturgia. Recuerdo los viernes de croquetas y de romeritos, y el aroma siempre delicioso del pescado empanizado y frito. Todavía hoy me alegran las charolas de las panaderías repletas de empanadas de cazón disfrazado de bacalao. Más allá de mi infancia, desde la temprana Edad Media, la Cuaresma consistía en cuarenta días de ayuno, más seis domingos. Durante este periodo estaba prohibido el consumo de la carne, los huevos, la leche y sus derivados. Sólo se hacía una comida al día, mas no antes de que se ocultara el sol. Por esto, los platillos de Cuaresma se alejan de la pecaminosa carne, porque ¿quién se atrevería a comer la carne de su propio dios si no ha sido transfigurada en la pulcritud del trigo redondo de la comunión? La tradición indica que se come pescado en estas fechas porque era la comida de los despojados en tiempos de Jesús. Aunque también existe la creencia de que se consume porque el pez fue un símbolo usado por los primeros cristianos. Sea lo que sea, alguien tendría que haberlo notado, después de tantos siglos de Cuaresma, prístinos e inmaculados. Sí, alguien tendría que haberlo adivinado, de entre tantas vísceras de pescado, de entre tantos ojos vidriosos tan quietos como las branquias del que ha sido robado de su elemento. Pero nadie lo vislumbró, o todos lo hicieron pero fueron ciegos como los peces son sordos. Sí, alguien debe haber leído las entrañas de tantos peces exterminados para descubrir que el número cuarenta dejaría de representar la penitencia para muchos; que, para la mayoría, el que 40 fueran los días del diluvio universal, 40 los días que Moisés caminó en el desierto, y 40 los días con sus noches que Jesús anduvo por el desierto, dejaría de tener significado. Pero para otros, lo que dicta el Magisterio de la Iglesia es todavía válido. Los respeto, como espero me respeten, y como espero que otros como yo los respeten. Y no me parece ninguna herejía el creer que algún ayunante pudo practicar la ictiomancia. No si se toma en cuenta que la Pascua es la única celebración religiosa que no tiene fecha fija, sino que se determina según los designios de la luna, el astro que representa todo lo pagano. En efecto, la Pascua se celebra el primer domingo después del primer plenilunio de primavera. Siempre he dicho, y lo sostengo, que yo sólo creo en el Conejo de Pascua. Algunos creen que es broma y otros señalan que esas son “gringadas”. Todos se llaman a engaño, pues su origen tiene un dejo de santidad: a raíz de la prohibición de comer huevos y leche en Cuaresma, surgió la costumbre popular de bendecir o regalar huevos en Pascua. Y la adición del chocolate a dicha costumbre no tuvo desperdicio. Insisto, en el Conejo de Pascua se encuentra todo el consuelo. Sin embargo, cabe la probabilidad de que también yo me llame a engaño, porque no se necesitaba de la ictiomancia para predecir el destino de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. He ahí los santos que intentaron llevar pureza a sus coetáneos, como el caso de San Gregorio quien, en una carta a San Agustín de Inglaterra, fija la norma: "Nos abstenemos de carne y de todo aquello que viene de la carne, como la leche, el queso y los huevos". Curiosamente, la propia Iglesia se dio a la tarea de conceder dispensas sobre la Cuaresma si se contribuía a una obra de caridad. En Alemania, tales dispensas fueron conocidas como Butterbriefe (cartas de la mantequilla). Y todavía más: una de las torres de la catedral de Rouen era conocida, por tales transacciones, como la "Torre de la Mantequilla". Creo que los santos no hubieran contemplado como una obra de caridad el aumentar los bienes inmobiliarios. O tal vez sí. En fin, a ratos siento que el sacrificio de todos los peces ha sido inútil y que la ictiomancia es un método de adivinación fallido. Queda regalarse, los unos a los otros, huevos de Pascua y leer con objetividad y sin carga anticlerical estas palabras: las del inicio de un historia que muchos malograron: Entonces él los llevó fuera hasta Betania, y alzando sus manos les bendijo. Aconteció que al bendecirlos, se fue de ellos, y era llevado arriba al cielo. Después de haberle adorado, ellos regresaron a Jerusalén con gran gozo; y se hallaban continuamente en el templo, bendiciendo a Dios. Erika Mergruen
XII. La encromancia
Aun la pluma fuente más costosa tiene sus arrebatos. Cuando se niega a escribir, el escriba en turno procede a agitarla, pero con cautela, como quien agita un refresco de lata, conocedor de las emanaciones que ahí se gestan. Pero casi siempre es inevitable que unas gotas de tinta manchen el papel: los usuarios más refinados tomarán un pañuelo desechable y, con apenas una esquina, procederán a limpiar el desastre. Los más guarros untarán el exceso con la yema del dedo dejando una huella dactilar derretida en el documento. Pero entre nosotros hay quienes optamos por doblar el papel para crear manchas y así buscar figuras en ellas sólo por ociosidad. ¿Después de cuántos cuadernos y de cuántos trozos de papel hemos construido nuestro propio test de Rorscharch sin haber sido observados ni analizados por especialista alguno? Cierto, nadie tomó apuntes de lo que hemos interpretado y, por ende, de lo que hemos sacado a la luz de nuestra conciencia. Sin saberlo, hemos practicado la encromancia, como lo hacían los antiguos y como lo hace hoy en día gente con cédula profesional. Seguramente, la encromancia existió antes que esas diez láminas compuestas por manchas de tinta negra y de colores que se presentan a los pacientes para saber qué perciben, y a partir de ello elaborar diagnósticos. La encromancia es uno más de los métodos de adivinación; se requiere sólo tinta china y una hoja de papel. Están los que indican que, según el tema a consultar, se debe elegir el color de la tinta: así roja para el amor, azul para la salud, amarilla para el dinero, y verde para el trabajo. Basta trazar la pregunta, un nombre o una palabra significativa, doblar el papel en cuatro partes y humedecerlo un poco. Se observa la mancha formada y la figura percibida nos dará la respuesta. Supongo que los consultantes con imaginación obtendrán respuestas más sustanciosas, hasta con incisos; a los pobres de espíritu se les responderá con lacónicos “sí” o “no”. De repente se me ocurre que la única manera de asir la esencia de lo humano es por la vía de los métodos de adivinación. Para ello, lo mejor sería emplear la encromancia, pues nadie podría llamarme supersticiosa, como no lo harían con los sicólogos y demás sanadores del inconsciente, creo. Además, con la ciencia de mi lado, validaría mis descubrimientos y no sería llamada bruja. Y voy más allá: pienso que debemos considerar como ciencia esta mancia, y así detener a los asesinos, a los tiranos y demás escoria a tiempo, desde niños: permitirles hacer dibujos o chorrear tinta sobre cartulinas, y dejarlos hablar e interpretar lo que ahí vean. Luego proceder, bajo el auspicio de la ciencia, a detectar a los malvados en ciernes para erradicarlos del planeta. Sí, deberíamos manchar el mundo entero, todas sus superficies, para crear espejos que nos den respuestas: conocer la esencia de todos. Sublimar las artes adivinatorias y la sicología en una única, poderosa e irrefutable ciencia purificadora para detener el vértigo de un mundo que dicen llegará a su fin este año y... ...y nada, releo lo que he escrito: no soy más que un inquisidor, como aquellos que mandaban a los adivinadores a la hoguera. No me sorprende: acariciar la verdad absoluta desata los infiernos. Ahora temo que no hay nada que asir, pues la esencia de lo humano es igual a lo que vería si volcara el tintero completo sobre estas líneas. Erika Mergruen
XIII. La numerología
(al Movimiento YoSoy132) Lo dicho: somos adictos a las certezas y proclives a sentir miedo ante aquello que no podemos ver. Me ha parecido atinado elegir la numerología para mi entrega número trece en este suplemento. El trece: el número de los encuentros y los desencuentros, de gatos negros y calamidades, de regalos caídos del cielo, de viernes, de martes. Y como lo dictan ciertas tradiciones, el trece es un buen ejemplo de esto: “El número es el señuelo del misterio”. A través de la historia, los números no sólo han servido para contar sino para expresar ideas. Es sabido que la interpretación de los números fue practicada por Platón. Pero no me dedicaré a las anécdotas de esta mancia, puesto que a mi treceava entrega se suman otros números. Ojala que la mayoría de los lectores el 132 les diga algo, o por lo menos conozcan la noticia de los universitarios de este país que decidieron expresar lo que muchas generaciones anteriores callaron ya por desidia, ya por miedo, ya por coacción. Según los cánones de la numerología, tendría que realizar la suma 1+3+2=6 para conocer el número “verdadero” que este movimiento representa. Y entonces debería decir que es un 6 y, como tal, resulta ser el número que representa la oposición entre la criatura y el creador en un equilibrio indefinido. Agregaría que el 6 es el número de las ambivalencias: puede inclinarse hacia el bien o hacia el mal. Y no ocultaría que el 6 ha sido asociado con el apocalipsis y con la mismísima bestia. Pero antes que nuestro instinto milenarista nos lleve a persignarnos, exclamaría que también 6 fueron los días de la creación. Terminaría mi pronóstico con el augurar la llegada de un séptimo día de descanso, o quizá de un sexenio de cambios y esperanza. Pero mejor diré que el 6 es el número de la perfección, y no es de extrañar que simbolice el cielo en la tradición de oriente. Suele representarse con el hexágono estrellado, que es la conjunción de dos triángulos invertidos, la conjunción de dos opuestos. Simboliza el equilibrio entre el fuego y el agua, el inconsciente y el consciente: lo que en el tarot se representa como La Templanza. Pero se debe tener presente que este equilibrio es precario, por ende el lado oscuro del número seis es inmenso. Lo sé, el seis es el blanco y el negro, pero lleva implícita la posibilidad de la escala de grises. Vivimos en una sociedad fragmentada, ignorante, fanática y tristemente clasista. El no haber llegado nunca a punto de encuentro nos hizo pagar un alto precio. Hoy, el Movimiento YoSoy132, descubrió el lugar donde ocurre la conjunción de los opuestos. Usé este lema en las redes: Niños, ya no más "fresas" de la Ibero, ya no más "nacos" de la UNAM: sólo estudiantes, sólo personas que piensan, que hacen. He aquí el principio de todo, y espero que puedan ver la repercusión que esto tiene: la unidad. No debemos depositar nuestro destino en ninguna mancia ni en un número ni en un sólo hombre. No creo en el hada madrina que agita su varita y cambia el curso de la historia. Pero sí creo en ser testigo presencial de un momento histórico y ya no sólo descubrirlo en el folio de un libro. Estoy cansada de ver decapitados, desmembrados, carbonizados, ensangretados en este país. Estoy cansada de sentir que la palabra escrita es inútil. Estoy cansada de evitar claudicar ante tanta miseria. Pero no soy la única, ahora lo sé, hay otros: cientos, miles, dispuestos a escupir su hartazgo. Lo confieso, me molesta toda esa gente que ataca al movimiento tras esas máscaras familiares de la ambición, tal como me molesta el que señala enjuiciador desde la comodidad de su tribuna pagada por todos. Alguien debe seguir contando, con palabras, con ideas, con números. Así me quedo con esa sensación de vitalidad, aun sin guía, que nos hace recordar que todavía estamos lejos de la tumba. Sea: YoSoy132. Erika Mergruen
XIV. La papiromancia
Lo admito, me resultó incómodo escribir sobre un método de adivinación en un 1 de julio de elecciones. Tal vez porque me hubiera gustado saber el resultado de antemano y decirles que soy una gran adivina; o bien, sólo para ahorrarme todo el revuelo de las últimas semanas. Pero se debe ya guardar silencio y esperar a que mañana, 2 de julio, conozcamos el nuevo color de este país. También admito que a ratos me gustaría regresar a ciertos pasajes de mi infancia, en que las cosas me maravillaban y me daban la oportunidad de ejercer mi obstinación de una forma más bondadosa. Así me ocurrió con la papiroflexia, conocida también como origami. En cierta enciclopedia para niños, en cada tomo, se encontraba un apartado sobre este arte. Se mostraba el dibujo del animal terminado y las indicaciones para hacerlo. En esos días mis inquietudes se limitaban a tratar de comprender el orden de los pliegues, cuál era el lado A o el lado B, y qué era arriba y abajo. Al final, todo era cuestión de seguir al pie de la letra el instructivo, una vez descifrado, tener la paciencia de un santo y repetirse una y otra vez: puedo hacerlo. Una de las desventajas de la papiroflexia era la de no encontrar el papel adecuado para ejercerla. No debe ser muy grueso, pero sí resistente y maleable. Más tarde descubrí que para ciertas figuras era vital el papel de dos caras. Mas recuerdo que una vez tuve la suerte de tener un paquete de papel especial para origami. Les hablo de mi infancia pues hoy ya se pueden encontrar kits especiales. Hay papeles de colores, de dos caras, texturizados, metálicos o impresos con patrones varios. Además ahora los instructivos son más claros y permiten realizar figuras de todos los reinos y todas las especies, del más acá y del más allá. Se pueden encontrar por cientos en la red. Son otros tiempos. Buscar el papel ideal, realizar el pliegue preciso, sacar un doblez para obtener el pico de un ave o la aleta de un pez. Eso, en resumen, es la papiroflexia. Las figuras no tienen una utilidad, sólo son objetos de contemplación para los adultos o juguetes para los niños. Me gusta creer que dichas figuras son provocadores de la maravilla y de cómo la simpleza del papel puede guardar formas complejas, un poco como ocurre con la escritura: sí, antes se escribía en un cuaderno, antes los libros sólo estaban impresos en papel. Eran otros tiempos. Me parece que ya lo he dicho antes: las mancias son muchas, y pueden ser más. Basta con tener ese impulso de conocer el futuro, ese deseo intrínseco de poseer certezas. Hace mucho que no practico la papiroflexia, pero se me antojaría darle un giro: crear la papiromancia. Así, le daría a escoger al consultante una abanico de papeles de colores. Aquí realizaría un diágnóstico según la simbología del color elegido. Luego le facilitaría al consultante las intrucciones para crear un ave. Del tiempo que emplee para finalizar la tarea y de su reacción (gestos, maldiciones, resoplidos, risas) sacaría otras conclusiones. Por último, lo acercaría a una ventana y lo invitaría a echar su ave al vuelo. La respuesta positiva o negativa dependería del tiempo que la papirola se sostenga en el aire. Habrá puntos medios, pero si se fuera a pique, la desgracia sería inminente, y si se perdiera en el horizonte señalaríamos al consultante como alguien con mucha estrella. Creo que a partir de mañana, 2 de julio, diseñaré el Manual de la Papiromancia, para que en el futuro las elecciones se lleven a cabo bajo su auspicio: elegiremos papeles del color de los partidos aspirantes, realizaremos pliegues y dobleces para hacer aves, saldremos a las calles y las echaremos a volar. Entonces fijaremos la mirada para descubrir qué aves planean el tiempo suficiente para llegar a un destino imaginado por todos. Serán otros tiempos. Erika Mergruen
XV. Cookiemancia
Por allá en los años 70, en mi infancia, tuve la fortuna de tener tele en mi cuarto lo que me permitió verla a escondidas. Los sábados, tras acostarme, con sigilo, encendía el aparato, con el volumen muy bajito, para ver programas de horror. Me sentaba con las piernas cruzadas, como para conjurar mi doble inquietud: ver cuál sería la historia tenebrosa de esa noche y reconocer la posibilidad de que mis padres me descubrieran infringiendo las reglas. Como suele ocurrir, el recuerdo de aquellos sábados se ha resumido a imágenes aisladas. Las más fuertes pertenecen a un capítulo en especial del que podía recrear una y otra vez la figura de un muñeco de galleta que rodaba por las escaleras de una casa de muñecas. Hoy, gracias a la bendita red, pude encontrar el capítulo mencionado. Pertenecía a una serie de la televisión norteamericana, Ghost Story, conducida por William Castle. El capítulo era el ocho, titulado House of Evil, basado en un cuento de Robert Bloch. La protagonista, para añadir más sorpresas, era la mismísima Jodie Foster, pero niña. No niego que esos programas pertenecen a otra época: el sonido es de otra calidad y el ritmo es lento, pero esa cadencia logra revivir aquella inquietud que me provocaba en la infancia. Si tienen oportunidad de verlo, creo que también recordarán por siempre la cara feliz de pasitas. Desde niña me gusta el azúcar en todas sus presentaciones, en especial bajo la forma de galletas. Creo que por ello mis cuentos de infancia favoritos incluyen galletas: ahí están Hansel y Gretel, el hombrecito galleta y Alicia. Admito que veneré, en su momento, al monstruo come-galletas de Plaza Sésamo. Por ello no es extraño que ese elemento pueda parecerme tan aterrador al usarlo de forma oscura: cuando el mal puede pervertir la inocencia el resultado es el horror máximo. La galleta terrorífica de aquella serie es como mi némesis. No sé qué me gusta más de una galleta: si su sabor, su forma o el poseer el tamaño justo de un bocado. Las galletas gigantes son falsas galletas, sin duda. La galleta puede ser la guarida de todo un universo si se piensa en las cubiertas, los rellenos, las pasas, las nueces, las chispas de chocolate, la fruta cristalizada, la canela, el jengibre y más. A estas alturas se estarán preguntando donde diablos está la mancia. Lo siento, tengo mis dudas al respecto pues creí que podría usar las galletas para adivinar nuestro destino al usarlas en una especie de vudú inverso. Luego imaginé que sería más certero adivinar el futuro con una caja de Oreo y la siguiente técnica: despegarlas, lanzarlas al aire y luego realizar la interpretación según el número de rellenos a la vista. Pero no puedo dejar de recordar a la zorra del cuento y que, al final, no importa qué tanto corramos, pues todo termina en un mal auspicio. Aunque tal vez podríamos dejarnos llevar por un arrebato optimista: las galletas servirían para la adivinación porque al comerlas todos los vaticinios son buenos, y hasta estaríamos tentados a guiar ejércitos de galletas de animalitos para componer al mundo. Para los malos augurios nos limitaríamos a reproducir aquellas galletas con sonrisa de pasas del mentado capítulo que me marcó en la infancia. Sólo necesitamos hornear galletas buenas y galletas malas, llenar un tarro con ellas y esperar que el primer valiente abra la tapa y tome su destino. Total, este espacio y sus adivinaciones sólo son un pretexto para asomarnos a esos mundos que vi en mi infancia a escondidas frente a un televisor. Erika Mergruen
XVI. Sicomancia
Ha llegado el otoño. Bueno, eso dice el calendario, aunque por más que miro por la ventana no logro descubrir los rasgos cliché que aprendí de niña de las monografías y los afiches que colgaban en el jardín de niños y en la primaria: impresiones divididas en cuatro, cada una de las cuales mostraba tal o cual estación. En esta ciudad nunca he visto esa gama de ocres, rojos y anaranjados, nunca he escuchado el crujir de los amarillos ni he admirado un horizonte de ramas desnudas ni he saltado en pilas de hojarasca. Ya es otoño, pero aquí la mayoría de los árboles todavía verdean y más de una especie de flor exhibe sus corolas y sus perfumes. Nada, no hay otoño en esta ciudad, y mucho menos si la lluvia insiste en rebalsar las alcantarillas y oscurecer el asfalto. Algunos dirán que es más difícil distinguir el invierno ante la ausencia de nieve, pero toda la parafernalia de las fiestas, el año nuevo y los calendarios escolares lo hacen real. No ocurre lo mismo con el otoño. Lo único que sé de esta estación es que se acerca el Día de Muertos: pero nada de otoñal tiene el color de un zempasúchitl, y dudo que el crujido del papel picado sea el mismo que el de las hojas secas bajo la suela del zapato. Aunque están las calabazas a la venta en los mercados y los supermercados, pero cuya transformación bajo la noche del piloncillo distorsiona el otoño iconográfico que quisiera conocer. No debería quejarme, pues hoy en día, gracias a la red, se pueden contemplar los otoños más inauditos. Basta googlear o-to-ño para descubrirlos. Sin embargo, sí necesitaría vivir en otra latitud para ejercer la sicomancia: entonces salir a las calles a recoger hojas, ponerlas bajo mi almohada y dormir en espera de un sueño profético. O para plantar un árbol o un arbusto, para verlo crecer y así leer el destino de todos. Pero no en esta ciudad donde el otoño es silente: ¿qué información preciosa se perdería con la ausencia de una estación? En efecto, sin otoño es difícil encontrar un árbol que no sea perennifolio para intentar atrapar las hojas en su caída y, según mi habilidad, saber si el año por venir será aciago o venturoso, pues en este método de adivinación señala que cada hoja atrapada en el aire vaticina una semana bienaventurada. Pero en realidad la sicomancia, o la adivinación con hojas, en su origen se practicaba con las hojas de la higuera, que es de los pocos árboles que muestran las cuatro estaciones en esta ciudad. Tristemente, estos árboles son escasos, aunque en otros tiempos eran comunes. Otra práctica vinculada con la sicomancia, que no necesita del otoño, consiste en acostarse debajo de un árbol y escuchar el sonido del viento que se mueve por entre las hojas para producir profecías. Pero aquí los cláxones, los rechinidos de llantas, los helicópteros y demás sinfonía citadina sólo me ayudarían a vislumbrar el mismísimo apocalipsis (sí, zombis incluidos). De todas las variaciones de la sicomancia creo que optaré por la de encontrar una hoja apropiada, del árbol que sea, para escribir en ella mi consulta. Luego la pondré a resguardo: si se seca rápido, mi consulta estará mal aspectada; pero si permanece verde, me indicará ventura. Bien mirado, creo que procederé a escribir mi siguiente obra en hojas (sí, de árbol), y esperaré la respuesta: si es positiva ya no tendré que buscar un editor; y si es negativa, tendré un otoño más realista. Erika Mergruen
XVII. Croniomancia
De todas formas, ya estarías muerto, aunque hubieras tomado esas cebollas porque sobraban, porque nadie iba a hacer más nada con ellas. Así hubieras seguido la tradición de esta mancia: construir un altar con tierra húmeda, enterrar los bulbos, elegir una pregunta para cada uno y esperar días, semanas, para ver los retoños o la esterilidad. Sólo entonces hubieras obtenido respuesta a tus consultas. Pero no fue posible, porque algunas incertidumbres son sentenciadas a hervir en una sopa que sacia a las víctimas de una guerra atroz. En verdad quisiera ser bruja, no sólo porque cito mancias absurdas o porque observo los arcanos del tarot, sino para poder robarme las cebollas de tus versos, las cebollas de tu pasado y grabar en ellas, urnas de falso cristal, los nombres de los que están muertos, y regresarlos a la tierra, a ese tu tiempo, para reescribir la historia. E ir más allá, escribir un cancionero sobre el resentimiento acunado por lo ineludible, y con sus folios cercenar las cebollas de esos otros, los sobrevivientes inmundos, para que no mueran plácidos en sus camas de oro y sí mueran despeñados, rotos, con el mismo dolor que apagó tus ojos. Sí, en verdad quisiera ser bruja para resucitar a los que se fueron, aunque de todas formas hoy ya serían sepultura. Lo sé, de todas formas ya estarías muerto, porque el próximo 30 de octubre, de estar vivo, cumplirías 102 años, y pocos viven más de cien. De lograrlo, tal vez no estarías cuerdo al descubrir los finales de aquellas historias, los silencios y las afrentas que nunca llegaron a buen término. Cierto, quédate quieto, no sepas lo que pasa / ni lo que ocurre, que esa sea tu historia porque ¿qué seríamos nosotros sin tus nanas?, esas que nos dan consuelo, que muestran la belleza de lo grotesco, ese último bastión que nos permite ser vigías en una torre imaginaria de un continente distante al tuyo, tristísimo, porque Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre; y creo que tu hoy será un siempre. Preguntar a las cebollas por los que están lejos, consultar a las cebollas sobre el ser amado, buscar las certezas bajo sus capas sólo para descubrir el vacío. Y asesinarlas con un cuchillo, como se asesinan en esta tierra, para llorar lágrimas falsas que ahoguen a las verdaderas. No importa lo que diga, lo que haga o lo que imagine: de todas formas, Miguel Hernández, poeta, ya estarías muerto, como el hortelano, como el niño de ojos negros, como los vientres apagados bajo la tierra, tan muerto como el muerto frutal, caído / con octubre en los hombros. No me engaño, no engaño a nadie: las mancias sólo causan maravilla cuando existe la posibilidad de adivinar el desenlace de una historia. Cuando el punto final ya ha sido trazado, sólo nos queda lo que otros han dejado escrito: como aviso o testimonio, como sentencia o eco. O acaso como designio de lo que está por venir: ese reflejo de la desolación perpetua. De todas formas, todos estaremos muertos un día. Sólo nos queda, al igual que en Orihuela, decir: Cuatro pasos, y los muertos. / Cuatro pasos, y los vivos. Dulces sueños, Miguel Hernández, poeta. Erika Mergruen
XVIII. La aeromancia
Hace ya unas semanas, observo la ciudad desde la misma ventana. Claro, no todo el día, sólo los minutos necesarios para cumplir la cuota en una caminadora, yendo a ningún lado pero con mucha prisa. Es curioso, desde ese segundo piso, desde esta colina y con vista a la barranca, la ciudad parece pequeña: un pueblo en vías de expansión. Lo sé, sólo es un efecto óptico, el mismo que me hace creer que los aviones son moscos de otoño. Me gusta más la vista por las noches: contemplar esa marejada de luces que hace ver la ciudad como una maqueta que un urbanista todavía puede arreglar. Con la luz del sol la maqueta sólo es un proyecto ya entregado, para bien o para mal. Observo y entonces me da por pensar qué diablos he hecho, qué hago o qué haré, o si mi proyecto futuro me convence, si tendré tiempo de terminarlo, si tiene sentido. Todo esto mientras mis piernas se mueven ajenas sobre la banda sin fin. Y sucedió: observaba, caminaba y pensé que mejor debería quedarme callada porque ya he dicho todo, porque no tengo más que decir. Seguí caminando con los ojos cerrados, como quien trata de huir del dolor de los músculos o del desencanto. Entonces, al abrir los ojos, vi una nube: tenía la forma de un caballo de madera, de esos balancines que ya ningún niño usa. Lo admito, tal visión me provocó una sonrisa porque tengo dos caballos en casa, pero miniaturas, sobre la mesa de la sala. Ajenas siempre, mis piernas seguían yendo a ningún sitio. Así tuve tiempo de pensar que, si practicara la aeromancia, aquella nube sería una respuesta absurda a mis problemas de creatividad. ¿Qué quieres, Nube?, ¿que regrese a mi infancia, que me mezca, que libre batallas montada en un estúpido caballito de madera? La imagen me parece patética, porque a lo mejor el camino que debo recorrer es sobre un caballo de juguete, sólo imaginando que cabalgo, que voy a todo galope, así, con la misma imaginación de un niño aunque todo alrededor se mueva en bólido, en cohete o con los poderes especiales de un super héroe. Las piernas siguen su ritmo; mi respiración no. Me dejo de tonterías, pues nada tengo que ver con aquellos que practicaron la aeromancia durante siglos buscando respuestas en la forma de las nubes, en la dirección del viento y en todos los fenómenos metereológicos. No soy como ellos: yo tengo radares, satélites, televisión, Freud y hasta Wikipedia. Ya no siento las piernas. El caballo nube se mueve. Pienso que los antiguos adivinos habrán dudado como yo, habrán arreglado su interpretación para dar la respuesta deseada, y más: ¿qué formas dejaron de ver por no reconocer los caballitos de madera que están en mi sala? Me doy cuenta que siempre habrá algo que contar, y que el caballito ahora es un espejo de mi lentitud en la caminadora. La nube se distorsiona y pierde forma. Ya sólo es una célula, o acaso es un microrganismo que tendrá que esperar millones de años para evolucionar en algo con cuatro patas o más que yo no podría reconocer. Ya lo he dicho, las mancias son el nicho de nuestra urgencia de certezas. Lo reconozco, me aterra vivir con la duda de si viviré ese momento en que el silencio sea inevitable, en el que no pueda escribir más. Ocurrirá justo cuando abra los ojos para ver por una ventana y encuentre un cielo despejado, sin nubes, azulísimo, radiante como una página en blanco perpetua en la que ya no podré imaginar nada más. Erika Mergruen
XIX. El fin del
mundo
Es inevitable, pienso que esta decimonovena entrega de los Métodos de Adivinación es la última. Y todavía más: que este texto es el último que publicaré, y que por ello importa mucho, o bien importa nada. Pienso esto y descubro que nunca ha tenido importancia el hecho de si será publicado, si será leído o si será arrojado a la papelera de la computadora de mi editor, Edilberto. Bien mirado, el acto de escribirlo, ese momento que vivo en solitario, es lo que trasciende. Justo ese momento único e irrepetible en el que logro aprisionar el presente en una prisión imaginaria construida con el ruido de las teclas y el resplandor de la hoja blanca de word. Justo ese momento cuyo entorno nunca está descrito, en sí, en el texto y que escapa como el humo del cigarro cuando medito si lo que he escrito tiene sentido, si las comas están bien colocadas o si debería de dejar de inventar mancias. En estas 19 entregas he repetido que buscamos adivinar el futuro para quitarnos de encima el peso de la incertidumbre. Pero esto posee una gama. Mucho de lo que la humanidad ha preguntado a un adivino se refiere al logro, la fama, la fortuna, el amor y todo aquello que consideramos como la bonanza. Lo triste es que parece que siempre olvidamos que lo único que importa es seguir vivos, acaso sólo para darnos a la tarea de escribir palabras como estas o buscar métodos inauditos para encontrar respuestas. Lo demás “es vanidad de vanidades”, como dijo el predicador. La radio, la tele, los espectaculares y otros medios anuncian que el 21 de diciembre es el final de este mundo. Pero bien mirado, el final siempre está a la vuelta de la esquina, puesto que nuestra propia muerte es ese final. Acaso lo que nos desasosiega es conocer la fecha exacta de lo inevitable y no el plazo de la codiciada bonanza. Quizá deberíamos ser como los replicantes de la película Blade Runner y dedicar nuestros últimos días de este diciembre a rebelarnos contra el conocimiento de nuestra fecha de caducidad. ¿Y si lo estamos haciendo al negarla? Ya lo sabremos el 22 de diciembre. Tal vez nuestro malestar ante la incertidumbre es lo que nos hace sentir vivos, lo que nos hace humanos. La conciencia del pasar del tiempo y el temor a que algo o alguien detenga el segundero nos da vitalidad. Ya lo habia dicho, esta columna sólo me da pretextos para decir tal o cual cosa, y esta vez el supuesto fin del mundo me da la pauta para terminar esta sección. Esta es la última entrega de los Métodos de Adivinación, sin mancia y sin la certeza de si iniciaré otra columna o no. No importa mucho, esto es un mínimo fin del mundo editorial, así como en realidad sería el fin del mundo: el último enunciado del único superviviente y el eco que nadie escuchará cuando se adivine el punto final. Erika Mergruen |