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Primer libro: Escuela flamenca

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Aquí comienza el primer libro
de las fantasías de Gaspar de la Noche


I. Harlem

Cuando el gallo de oro de Amsterdam cante,
la gallina de oro de Harlem pondrá.

     «Las Centurias de Nostradamus».


Harlem, esa admirable bambochada que resume la escuela flamenca. Harlem, pintado por Juan Brueghel, Peter Neef, David Teniers y Pablo Rembrandt.

Y el canal donde el agua azul tiembla y la iglesia donde flamean las vidrieras de oro y el stöel* donde la ropa seca al sol y los tejados, verdes de lúpulo.

Y las cigiüeñas que baten alas en torno al reloj de la villa, tendiendo su cuello desde lo alto de los aires y acogiendo en su pico las gotas de lluvia.

Y el indolente burgomaestre que acaricia con la mano su mentón partido y el florista enamorado que se consume con la mirada clavada en un tulipán.

Y la gitana que se desmaya sobre su mandolina y el viejo que toca el Rommelpot* y el niño que infla una vejiga.

Y los bebedores que fuman en la lóbrega taberna y la sirvienta de la hostería que cuelga en la ventana un faisán muerto.


II. El albañil

El maestro albañil. Mirad estos bastiones, estos contrafuertes; se les diría construidos para la eternidad.

     Schiller, «Guillermo Tell».


El albañil Abraham Knufer canta, con la llana en la mano, andamiado en los aires, tan alto que cuando lee los versos góticos de la campana mayor nivela con sus pies la iglesia de treinta arbotantes con la ciudad de treinta iglesias.

Ve a las tarascas de piedra vomitar agua desde las pizarras al abismo confuso de las galerías, las ventanas, las pechinas, los pináculos, las torrecillas, los techos y armazones, que mancha con un punto gris el ala sesgada e inmóvil del terzuelo.

Ve las fortificaciones que se recortan en estrella, la ciudadela que se yergue como un gallina en medio de una hogaza, los patios de los palacios donde el sol seca las fuentes y los claustros de los monasterios donde la sombra gira en torno a los pilares.

Las tropas imperiales se han albergado en el arrabal. He ahí un jinete que tamborilea más lejos. Abraham Knufer distingue su sombrero de tres picos, sus cordones de lana roja, su escarapela atravesada por un alamar y su cola anudada con una cinta.

Todavía ve algo más, soldadotes que, en el parque empenachado de gigantescos ramajes, en anchos céspedes de esmeralda, acribillan a tiros de arcabuz un pájaro de madera fijado en la punta de un mayo.

Y por la tarde, cuando la nave armoniosa de la catedral se adormece, acostada con los brazos en cruz, distingue desde la escala, en el horizonte, una población incendiada por gentes de armas, que flameaba como un cometa en el azur.


III. El capitán Lázaro

Nunca serían excesivas las precauciones que se tomen en los tiempos que corren, sobre todo desde que los falsos monederos se establecieron en este país.

     «El sitio de Berg-Op-Zoom».


Se sienta en su sillón de terciopelo de Utrech Johan Blazius, mientras que el reloj de San Pablo repica mediodía en los tejados carcomidos y humeantes del barrio.

Se sienta en su banco de madera de Irlanda el gotoso lombardo para cambiarme este ducado de oro que saco de mi ringrave, que aún guarda el calor de un cuesco.

¡Uno de los dos mil que una sangrienta carambola de la fortuna y de la guerra arrojó, desde la escarcela de un prior de benedictinos, en la bolsa de un capitán de lansquenetes!

¡Dios te perdone! ¡El buitre lo examina con su lupa y lo pesa en su balanza, como si mi espada hubiese acuñado falsa moneda sobre el cráneo del monje!

Ea, pues, apresúrate, maese cornudo. No estoy de humor ni tengo tiempo para espantar a esos rufianes a los que tu mujer acaba de tirar un ramo por el ojo de la cerradura.

Y necesito echarme al coleto algún que otro velicomen, ocioso y melancólico desde que la paz de Munster me tiene encerrado en este castillo como a una rata en una linterna.


IV. La barba puntiaguda

Si no llevas la cabeza en alto,
la barba rizada
y el mostacho erguido
serás despreciado por las damas.

     «Las Poesías de d'Assoucy».


Pues bien, había fiesta en la sinagoga, tenebrosamente estrellada de lámparas de plata, y los rabinos, con túnicas y anteojos, besaban sus talmudes musitando, gangueando, escupiendo o sonándose, unos sentados, los demás no.

Y he aquí que de repente, entre tantas barbas redondas, ovaladas, cuadradas, que caían en copos, que se encrespaban, que exhalaban ámbar y benjuí, se hizo notar una barba cortada en punta.

Un doctor llamado Elebotham, tocado con un gorro de franela que destellaba de pedrería, se levantó y dijo: «¡Profanación! ¡Aquí hay una barba puntiaguda!».

«¡Una barba luterana!» «¡Un capote corto!» «¡Muerte al filisteo!» y la multitud pataleaba de cólera en los bancos tumultuosos, mientras el sacrificador chillaba: «¡Sansón, a mí tu quijada de asno!»

Mas el caballero Melchor había abierto un pergamino autentificado con las armas del imperio: «Orden —leyó— de detención contra el carnicero Isaac van Heck para que él, puerco de Israel, sea el asesino colgado entre dos puercos de Flandes».

Treinta alabarderos se destacaron a pasos pesados y resonantes de la sombra del corredor. «¡Fuego en las alabardas!», les gritó riendo el carnicero Isaac. Y se precipitó desde una ventana al Rhin.


V. El vendedor de tulipanes

El tulipán es entre las flores lo que el pavo real es entre los pájaros.
Aquél no tiene perfume, éste no tiene voz;
aquél se enorgullece de su vestido, éste de su cola.


     «El jardín de flores raras y curiosas».


Ningún ruido, a no ser el del roce de las hojas de vitela entre los dedos del doctor HuyIten, que no apartaba los ojos de su Biblia tapizada de góticas miniaturas sino para admirar el oro y la púrpura de dos peces cautivos entre las húmedas paredes de un bocal.

Los batientes de la puerta giraron: era un vendedor de flores que, con los brazos cargados de varias macetas de tulipanes, se excusó por interrumpir la lectura de tan sabio personaje. «¡Maestro le dijo, he aquí el tesoro de los tesoros, la maravilla de las maravillas, un bulbo como no florece más que uno al siglo en el serrallo del emperador de Constantinopla!»

«¡Un tulipán —exclamó el anciano enojado—, un tulipán, ese símbolo del orgullo y la lujuria que engendraron en la desdichada ciudad de Wittemberg la detestable herejía de Lutero y de Melanchton!.»

Maese HuyIten cerró el broche de su Biblia, colocó sus anteojos en el estuche y apartó la cortina de la ventana, dejando ver al sol una flor de pasión con su corona de espinas, su esponja, su látigo, sus clavos y las cinco llagas de Nuestro Señor.

El vendedor de tulipanes se inclinó respetuosamente y en silencio, desconcertado por una mirada inquisidora del duque de Alba, cuyo retrato, obra maestra de Holbein, colgaba de la pared.


VI. Los cinco dedos de la mano

Una honrada familia que no se ha visto nunca en bancarrota, en la que nadie ha sido jamás ahorcado.

     «La parentela de Jean de Nivelle».


El pulgar es ese gordo tabernero flamenco, de humor chocarrero y pícaro, que fuma a su puerta, bajo la muestra de la cerveza doble de marzo.

El índice es su mujer, virago seca como un bacalao que, desde por la mañana, abofetea a su sirvienta, de la que está celosa, y acaricia su botella, de la que está enamorada.

El dedo medio es su hijo, compadre desbastado a hacha, que sería soldado si no fuera cervecero y caballo si no fuera hombre.

El dedo anular es su hija, diestra e insinuante Zerbina, que vende encajes a las damas y no vende sus sonrisas a los caballeros.

Y el dedo meñique es el Benjamín de la familia, rapaz llorón que está siempre columpiándose de la cintura de su madre, como un niño pequeño colgado del garfio de una ogresa.

Los cinco dedos de la mano son el más maravilloso alhelí de cinco hojas que jamás hayan bordado los parterres de la noble ciudad de Harlem.


VII. La viola de gamba

Reconoció, sin asomo de duda, el rostro lívido de su amigo intimo Juan Gaspar Deboureau, el gran payaso de los Funámbulos, que le miraba con una expresión indefinible de malicia y de benevolencia.

     Teófilo Gautier, «Onuphrius»


Al claro de la luna,
amigo Pierrot,
préstame tu pluma
para escribir unas palabras.
Mi candela ha muerto,
ya no tengo fuego;
ábreme tu puerta
por amor de Dios.

Apenas el maestro de capilla hubo interrogado con el arco la runruneante viola, ella le respondió con un gorgoteo burlesco de gorgoritos y trinos, como si hubiera sufrido su vientre una indigestión de Comedia Italiana.

***

Era, primero, la dueña Bárbara, que gruñía al imbécil de Pierrot por haber dejado caer, el muy torpe, la caja de la peluca del señor Casandro y haber derramado por el suelo todos los polvos.

Y el señor Casandro a recoger lastimosamente su peluca, y Arlequín a soltarle al gaznápiro un puntapié en el trasero, y Colombina a enjugarse una lágrima de risa loca, y Pierrot a ensanchar hasta las orejas una mueca enharinada.

Pero en seguida, al claro de luna, Arlequín, cuya vela había muerto, suplicaba a su amigo Pierrot que abriera los cerrojos para volvérsela a encender, de suerte que el traidor raptaba a la joven junto con la caja del viejo.

***

«AI diablo Job Hans el guitarrero, que me vendió esta cuerda!», exclamó el maestro de capilla, recostando la polvorienta viola en su polvoriento estuche. La cuerda se había roto.


VIII. El alquimista

Nuestro arte se aprende de dos maneras, a saber: por la enseñanza de un maestro,
de viva voz y no de otra manera, o por inspiración y revelación divinas; o bien por los libros, que son muy oscuros y embrollados, y para en ellos encontrar acuerdo y verdad, mucho conviene ser sutil, paciente, estudioso y vigilante.


     Pierre Vicot, «La clave de los secretos de filosofía».


¡Nada aún! ¡Y en vano he hojeado durante tres días y tres noches, al pálido resplandor de la lámpara, los libros herméticos de Raimundo Lulio!

Nada, no, a no ser, junto al silbido de la retorta refulgente, las risas burlonas de una salamandra que ha hecho un juego de turbar mis meditaciones.

Tan pronto ata un petardo a un pelo de mi barba, tan pronto me dispara con su ballesta un dardo de fuego en el manto.

O bien bruñe su armadura y es entonces cuando aventa la ceniza del fogón sobre las páginas de mi formulario y en la tinta de mi escritorio.

Y la retorta, cada vez más refulgente, silba la misma tonada que el diablo cuando San Eloy le atenazaba la nariz en su forja.

Mas ¡nada aún! ¡Y durante otros tres días y otras tres noches hojearé, al pálido resplandor de la lámpara, los libros herméticos de Raimundo Lulio!


IX. Partida para el sabbat

Se levantó ella de noche y, a la luz de la vela, tomó una botella de cebo y se ungió; después, pronunciando ciertas palabras, fue transportada al Sabbat.

     Juan Bodln, «Sobre la Demonomanía de las brujas».


Había allí una docena comiendo la sopa en el ataúd y cada uno de ellos usaba por cuchara el hueso del antebrazo de un muerto.

La chimenea estaba roja de ascuas, las velas chisporroteaban entre la humareda y los platos exhalaban un olor a fosa en primavera.

Y cuando Maribas reía o lloraba, se escuchaba a un arco como gimotear en las tres cuerdas de un violín desbaratado.

Entretanto, el soldado extendió diabólicamente sobre la mesa, al resplandor del sebo, un grimorio al que vino a caer una mosca abrasada.

Aún zumbaba la mosca cuando con su vientre enorme y velludo una araña escaló los bordes del mágico volumen.

Mas ya brujos y brujas habían alzado el vuelo por la chimenea, a horcajadas quién en la escoba, quién en las tenazas y Maribas en el mango de la sartén.

     Aquí termina el primer libro de las fantasías de Gaspar de la noche

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