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Quinto libro: España e Italia

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Aquí comienza el quinto libro
de las fantasías de Gaspar de la Noche


I. La celda

«¡España, país clásico de los imbroglios, de los navajazos, de las serenatas y de los autos de fe! »

     (Extracto de una revista literaria).

«…Et je n’entendrai plus
les verrous se fermer sur I'éternel reclus» .

     Alfred de Vigny, “La Prison”.


Los monjes rapados se pasean allá lejos, silenciosos y meditabundos, un rosario en la mano, y miden lentamente, de pilastra en pilastra, de tumba en tumba. las losas del claustro que habita un débil eco.

Y tú, ¿ocupas igual tus ocios, joven recluso, que a solas en tu celda te entretienes trazando figuras diabólicas en las páginas blancas de tu libro de oración y maquillando de un ocre impío las mejillas huesudas de esta calavera?

¡El joven recluso no ha olvidado que su madre es una gitana, que su padre es caudillo de ladrones; y preferiría escuchar al alba, a la trompeta tocar botasilla para montar a caballo que a la campana tañer maitines para correr a la iglesia!

¡No ha olvidado que bailó el bolero bajo las peñas de la Sierra de Granada con una morena de pendientes de plata, de castañuelas de marfil; y preferiría hacer el amor en el campamento de los gitanos a orar a Dios en el convento!

Una escala ha sido trenzada en secreto con la paja del jergón; dos barrotes han sido cortados sin ruido por la lima sorda, y del convento a la Sierra de Granada ¡hay menos trecho que del infierno al paraíso!

Tan pronto como la noche haya cerrado todos los ojos, adormecido todas las sospechas, el joven recluso encenderá su lámpara y escapará de su celda, a pasos furtivos, con un trabuco bajo el hábito.


II. Los muleros

«No interrumpía éste su largo romance sino para animar a sus mulas dándoles el nombre de bellas y valerosas o para reñirlas llamándolas perezosas y obstinadas».

     Chateaubriand, «El último abencerraje».


Desgranan el rosario o trenzan sus cabellos las morenas andaluzas, indolentemente mecidas al paso de sus mulas; algunos de los arrieros cantan el cántico de los peregrinos de Santiago, repetido por las cien cavernas de la Sierra; los demás disparan sus carabinas contra el sol.


«He aquí el lugar —dice uno de los guías— en el que enterramos la semana pasada a José Mateos, muerto de un balazo en la nuca en un ataque de bandoleros. La fosa ha sido saqueada y el cuerpo ha desaparecido».

«El cuerpo no está lejos —dice un mulero—. Distingo cómo flota en el fondo del torrente, hinchado de agua como un odre».

«¡Nuestra Señora de Atocha, protégenos!», exclamaban las morenas andaluzas, indolentemente mecidas al paso de sus mulas».

«¿Qué es aquella choza en la cima de una peña? —preguntó un hidalgo a través de la portezuela de su silla—. ¿Acaso es la cabaña de los leñadores que precipitaron en el abismo espumoso del torrente esos gigantescos troncos de árbol o la de los pastores que pacen sus cabras extenuadas en estas pendientes estériles?».

«Es —responde un mulero— la celda de un viejo eremita que fue encontrado muerto, este otoño, en su lecho de hojas. Una cuerda le oprimía el cuello y la lengua le colgaba fuera de la boca».

«¡Nuestra Señora de Atocha, protégenos!», exclamaban las morenas andaluzas, indolentemente mecidas al paso de sus mulas.

«Aquellos tres caballeros escondidos tras sus capas que, al pasar junto a nosotros, tanto nos han observado, no son de los nuestros. ¿Quiénes son?», preguntó un monje de barba y hábito igualmente polvorientos.

«Si no son —respondió un mulero— alguaciles del pueblo de Cienfuegos de ronda, entonces son ladrones que habrá enviado en descubierta el infernal Gil Pueblo, su capitán».

«¡Nuestra Señora de Atocha, protégenos!», exclamaban las morenas andaluzas, indolentemente mecidas al paso de sus mulas.

«¿Habéis oído ese disparo de trabuco que han lanzado allá arriba, entre la maleza? —preguntó un comerciante de tinta tan pobre que caminaba con los pies desnudos—. ¡Mirad! ¡La humareda se evapora en el aire!».

«Es nuestra gente —respondió un mulero—, que bate los matojos a la redonda y quema pistones para entretener a los bandoleros. ¡Señores y señoritas, valor y picad fuerte!».

«¡Nuestra Señora de Atocha, protégenos!», exclamaban las morenas andaluzas, indolentemente mecidas al paso de sus mulas.

Y todos los viajeros se pusieron al galope en medio de una nube de polvo que el sol inflamaba; las mulas desfilaban entre enormes bloques de granito, el torrente mugía en borbotantes embudos, los bosques se plegaban con inmensos crujidos, y de aquellas profundas soledades que el viento agitaba surgían voces confusamente amenazadoras que tan pronto se acercaban, tan pronto se alejaban, como si una banda de ladrones merodeara por los alrededores.


III. El Marques de Aroca

«Métete a salteador de caminos y te ganarás la vida».

     Calderón.


¿A quién no agrada, en los días de la canícula, cuando los escandalosos grajos se disputan la sombra y la enramada, un lecho de musgo bajo las hojas de la encina?

***

Los dos ladrones bostezaron, preguntando la hora al gitano que les empujaba con el pie como a cerdos.

«¡En pie! —respondió éste—, ¡en pie! Es hora de levantar el campo. El marqués de Aroca olfatea nuestra pista con seis alguaciles».

«¿Quién? ¡El marqués de Aroca, al que birlé el reloj en la procesión de los reverendos padres dominicos de Santillana!», dijo uno.

«¡El marqués de Aroca, en cuya mula escapé en la feria de Salamanca!», dijo el otro.

«¡El mismo! —replicó el gitano—. ¡Apresurémonos a ganar el convento de los trapenses para ocultarnos una novena tras los hábitos!»

«¡Alto ahí! ¡Un momento! ¡Devolvedme primero mi reloj y mi mula!».

Era el marqués de Aroca a la cabeza de sus seis alguaciles, que apartaba con una mano el blanco follaje de los avellanos y con la otra persignaba la frente de los bandidos con la punta de su espada.


IV. Henríquez

«Lo veo claro, es mi destino acabar ahorcado o casado».

     Lope de Vega.


«Hace un año que os mando —les dice el capitán—; es hora de que algún otro me suceda. Caso con una rica viuda de Córdoba y renuncio a la daga del bandido para tomar la vara del corregidor».

Abrió el cofre: era el tesoro a repartir, batiburrillo de vasos sagrados, joyas, cuádruples, una lluvia de perlas y un río de diamantes.

«¡Para ti, Henríquez, los pendientes y el anillo del marqués de Aroca! ¡Para ti, que lo mataste con tu carabina en su silla de posta!»

Henríquez deslizó en su dedo el topacio ensangrentado y colgó de sus orejas las amatistas talladas en forma de gotas de sangre.

¡Tal suerte corrieron aquellos pendientes que habían adornado a la duquesa de Medinaceli y que Henríquez, un mes más tarde, dio a cambio de un beso a la hija del carcelero de su prisión!

¡Tal suerte corrió aquel anillo que compró un hidalgo a un emir al precio de una yegua blan-ca y con el que Henríquez pagó un vaso de aguardiente varios minutos antes de ser colgado!



V. La alarma

«Sin separarse nunca de su carabina más que doña Inés del anillo de su bienamado».

     Canción española.


La posada, un pavo real en su tejado, alumbraba sus vidrios con el incendio lejano del sol poniente, y el sendero serpenteaba luminoso por la montaña.

***

«¡Chist! ¿No habéis escuchado nada vosotros?», preguntó uno de los guerrilleros, pegando el oído a la rendija del postigo.

«Mi mula —respondió el arriero—, se ha tirado un cuesco en la cuadra».

«¡Gabacho! —exclamó el bandido—, ¿monto yo acaso la carabina por un cuesco de tu mula? ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Una trompeta! Vienen los dragones amarillos!».

y de repente, al choque de las copas, al rechinar de la guitarra, a las risas de las sirvientas, al guirigay de la muchedumbre, sucedió un silencio a cuyo través hubiera zumbado el vuelo de una mosca.

Mas no era sino el cuerno de un vaquero. Los arrieros, antes de embridar sus mulas para hacerse a la anchura, apuraron su odre, ya medio bebido; y los bandidos, que provocaban en vano a las gordas maritornes de la negra hostería, treparan a los sobradillos bostezando de tedio, de fatiga y de sueño.


VI. El Padre Pugnaccio

«Roma es una ciudad en la que hay más esbirros que ciudadanos y más monjes que esbirros».

     Viaje a Italia.


El Padre Pugnaccio, con el cráneo fuera de la capucha, subía las escaleras del domo de San Pedro entre dos devotas envueltas en mantillas, mientras se escuchaba a las campanas y los ángeles reñir en las nubes.

Una de las devotas —era la tía— recitaba un avemaría por cada cuenta de su rosario; y la otra —era la sobrina— espiaba con el rabillo del ojo a un apuesto oficial de la guardia del Papa.

El monje murmuraba a la anciana mujer: «Dotad mi convento». Y el oficial deslizaba hasta la joven una esquela de amor almizclada.

La pecadora se enjugaba unas lágrimas, la ingenua enrojecía de placer, el monje calculaba mil piastras al doce por ciento de interés y el oficial retorcía el pelo de su mostacho ante un espejo de bolsillo.

¡Y el diablo, acurrucado en la ancha manga del Padre Pugnaccio, reía socarrón como Polichinella!


VII. La canción de la máscara

«Venecia, de rostro de máscara».

     Lord Byron.


¡No es con hábito y rosario, sino con pandereta y disfraz como emprendo yo la vida, ese peregrinaje hacia la muerte!

Nuestra tropa ruidosa ha desembocado en la plaza de San Marcos desde la hostería del signor Arlecchino, que nos había convidado a to-dos a un festín de macarrones en aceite y de polenta con ajo.

Unamos nuestras manos, tú que, efímero monarca, ciñes la corona de papel dorado, y vosotros, sus grotescos súbditos, que le hacéis cortejo con vuestras capas de mil retales, vuestras barbas de estopa y vuestras espadas de madera.

Unamos nuestras manos para cantar y bailar al corro, olvidados del inquisidor, al esplendor mágico de las girándulas de esta noche reidora como el día.

Cantemos y bailemos nosotros que somos alegres, mientras esos melancólicos van canal abajo en el banco del gondolero y lloran al ver llorar a las estrellas.

¡Bailemos y cantemos, nosotros que nada tenemos que perder y que, tras el telón en el que se dibuja el tedio de sus frentes inclinadas, nuestros patricios se juegan a una baza de cartas palacios y queridas!


     Aquí termina el quinto libro de las fantasías de Gaspar de la noche

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