Sucedió una vez que la mamá de una niña llamada Rosita, acostó a dormir a su hija, pues ya era muy tarde, y se fue a visitar a su vecina. Rosita, por su parte, estuvo en su camita largo rato, sin que pudiera dormirse. Unas veces, la culpa era del calor; otras, del colchón duro; y sucedía otras veces, que tan pronto la almohada estaba demasiado alta, como demasiado baja. Rosita acabó por enfadarse y golpeó furiosa la almohada con su mano:
—¡Toma, antipática; toma, gordinflona, que no das más que calor!
Después de esto, empezó a mover furiosa las piernas, tiró la frazada al suelo y gritó:
—¡Fuera de aquí, pesada, que no haces más que molestarme!
Entonces, se levantó la niña de la cama, dio una patada en el suelo y dijo molesta:
—¡Estoy harta de ti, cama! ¡Siempre dormir y dormir! ¡Qué aburrimiento!
Rápidamente se puso las chancleticas y, despacio y con cuidado, salió de la habitación. Una vez frente a la puerta de la calle, comprobó que ésta no estaba cerrada con llave. Por unos instantes, Rosita se quedó parada y después, sigilosamente, abrió la puerta y salió al jardín.
—¡Qué bien se está sin dormir! ¡Qué bien se está sin dormir! —repetía contenta.
No se cansaba de correr y de cantar y por eso no veía que alguien la estaba mirando: era la perrita Puchita.
—¡Jau, jau! ¿Quién va?
—Soy yo, Rosita.
—¿Y por qué no duermes? Ya es tarde…
—Es que mi cama es dura, incómoda… Me he peleado con ella. Por eso no voy adormir.
—Bien hecho —dijo Puchita—. No hay nada más molesto que dormir en una cama dura. Sin embargo, mi cama es muy buena. Te acuestas sobre la paja y… a dormir. ¡Se tienen unos sueños maravillosos! ¡Anda, prueba, entra en mi casa!.
—¡Qué interesante! —exclamó Rosita con alegría.
Entonces, se puso de rodillas y, a rastras, se metió en la caseta. Con agilidad se acostó e intentó encogerse como un perro, pero no le dio resultado. El lecho era duro y estrecho. Sin pensarlo más, salió de la caseta y dijo:
—Gracias, Puchita, tu cama es buena pero casi no quepo en ella.
—iQué caprichosa eres, niña! —le dijo ofendida la perrita, y dándole la espalda volvió a entrar en su caseta, mientras Rosita corría hacia el gallinero para ver si la gallinita Pinta había puesto un huevo. En cuanto Rosita se asomó por la puerta del gallinero, el gallo Retador se paró alarmado:
—¿Qué buscas, tú, aquí? —preguntó severo.
—Vengo a ver, Retador, si la gallinita Pinta ha puesto un huevo con pinticas.
—¡Mucha prisa tienes tú! —respondió Retador enfadado—. Las gallinas corrientes ponen huevos blancos todos los días, pero con las pintas sucede todo lo contrario: éstas lo ponen muy de tarde en tarde. Mejor será que te vayas adormir.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque me he enfadado con mi cama. Es muy incómoda.
—¡Claro, como que para dormir lo mejor es el palo del gallinero! —afirmó Retador:—. Se aprieta uno contra las gallinas, baja las plumas y… ¡a dormir de primera! ¡Vamos, sube!
A duras penas se encaramó la niña en el palo, encogió las piernas y hundió la cabeza entre los hombros. A un lado, tenía a la gallina, al otro, el gallo, y los dos juntos le daban un agradable calorcito.
Verdaderamente, ¡se estaba bien allí!, pero cuando ya Rosita estaba medio dormida dio una cabezada y cayó al suelo.
Escapó furiosa del gallinero y se sentó cansada frente a la puerta de su casa. De pronto, llegó volando un pájaro raro y, ¡zas!, se posó en sus rodillas. Entonces, Rosita lo miró con extrañeza.
—Buenas noches —le dijo—. ¿Quién es usted?
—Soy el murciélago Ligero. Durante el día duermo en el desván de ustedes, y por la noche, vuelo. ¿Y tú, por qué no duermes?
—Porque mi cama es muy incómoda.
—Te compadezco mucho —le dijo el murciélago—. ¿Quieres que te ayude?
—¡Sí, quiero!
—Pues bien, sígueme.
Agitó Ligero las alas y, planeando suavemente, se metió en el desván por el tragaluz del tejado, mientras Rosita trepaba hasta aquel lugar por una escalera de duros peldaños.
—Esta es mi alcoba —le dijo el murciélago.
—¿Y dónde está tu cama? —preguntó Rosita.
—El caso es que yo —contestó riendo— me las arreglo sin cama. Basta con llegar al techo, agarrarse bien con las patas a ese clavito y quedar colgado cabeza abajo. Anda, sube, ¡yo te cederé mi clavo preferido!
Rosita, entonces, recordó el golpe que se diera al caer del palo del gallinero y pensó:
"¡Cómo voy a dormir ahí! ¡Y con la cabeza para abajo! ¡Me caeré de nuevo! Me parece que este sitio no es muy bueno…"
—Niña, ¿dónde estás? —la llamó el murciélago.
Rosita no contestó y, silenciosa, bajó despacio por la escalera de duros peldaños. Salió al jardín y caminó por un estrecho sendero que conducía al estanque. Las ranas, espantadas —¡cataplum, cataplum!— se tiraron al agua cuando la vieron, mientras la vieja garza Plumita agitaba del susto las alas. Mas pronto se tranquilizó al ver a la niña.
—¿Por qué vagas de noche y asustas a mis ranitas?
—Porque no tengo deseos de dormir.
—¡Ejem, ejem, ejem! —tosió la garza que estaba un poco acatarrada—. Yo creía que sólo yo, por ser vieja, no podía dormir a causa del reuma que me da esta humedad. Pero a ti, ¿qué te pasa?
—No me pasa nada —respondió Rosita—, lo único que sucede es que resulta aburrido acostarse en cuanto anochece.
—Cierto, es aburrido; lo sé por mí… Mira, métete aquí, entre los juncos, estarás conmigo y seremos amigos. Te regalaré una ranita fresca para que te la comas, y luego te pondrás a mi lado y te sostendrás sólo con un pie. Yo te arroparé con mi ala.
—Yo le tengo miedo a las ranas —lloriqueó Rosita—. ¡Además, el agua moja! ¡No quiero dormir en tu casa!
—¡Cobarde! —dijo enfadada Plumita—, ¡vete de aquí!
Y Rosita, sin pensarlo más, dio la vuelta y se marchó corriendo.
"Cuánta humedad y cuánto frío se sentirá en ese estanque", pensaba por el camino la niña. "Si estuviera ahora en mi cama, bajo la frazada caliente y sobre la almohada tan blandita…"
En eso llegó a la casa. Entró de puntillas en su alcoba. Levantó del suelo la frazada, la puso en su lugar y se acostó en su deliciosa cama.
Bostezando, dijo:
—De todos modos, ¡no hay en el mundo mejor cama y mejor almohada que las mías!