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Tercer libro: La noche y sus encantos

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Aquí comienza el tercer libro
de las fantasías de Gaspar de la Noche


I. La estancia gótica

«Nox el solitudo plenae sunt diabolo diabolo»

     Los Padres de la Iglesia.
     (Noche y soledad las llena el diablo)


«¡Oh! ¡La tierra —murmuré a la noche— es un cáliz aromado cuyo pistilo y cuyos estambres son la luna y las estrellas!» Y, con los ojos cargados de sueño, cerré la ventana, que incrustó la cruz del calvario, negra en la amarilla aureola de las vidrieras.

***

¡Si al menos no fuera a medianoche —la hora blasonada de dragones y de diablos—, sino el gnomo que se embriaga con el aceite de mi lámpara!

¡ Si no fuera sino la nodriza que acuna con un canto monótono, en la coraza de mi padre, a un niño que nació muerto!

¡Si no fuera sino el esqueleto del lansquenete aprisionado en el revestimiento y que topa con la frente, con el codo y con la rodilla contra él! ¡Si no fuera sino mi abuelo, que desciende a pie de su mareo carcomido y sumerge su guantelete en el agua bendita de la pila!

Mas no, ¡es Scarbo, que se muerde el cuello y que, para cauterizar mi sangrienta herida hunde en ella su dedo de hierro puesto al rojo en el horno!


II. Scarbo

«Dios mío, concededme, en la hora de mi muerte la oración de un sacerdote,
un sudario de lienzo, un féretro de pino y un lugar seco.»

     Los padrenuestros del Mariscal.


«¡Mueras absuelto o condenado —murmuraba Scarbo esta noche a mi oído— tendrás por sudario una tela de araña y enterraré a la araña contigo!»

«¡Oh! Tenga yo al menos por sudario —le respondía con los ojos enrojecidos de tanto haber llorado— una hoja de álamo en la que me acune el hálito del lago.»

«¡No! —reía burlón el enano—. ¡Serás pasto del escarabajo que da caza por la tarde a los mosquitos cegados por el sol poniente!»

«¿ Prefieres entonces —le replicaba sin dejar de lagrimear—, prefieres que mc chupe una tarántula de trompa de elefante?»

«Bueno —añadió—, consuélate, tendrás por sudario las tiras jaspeadas de oro de una piel de serpiente, con las que te fajaré como una momia.

Y desde la cripta tenebrosa de San Benigno, donde te recostaré de pie contra el muro, oirás a placer cómo lloran los niños en el limbo.»


III. El loco

«Un carolus o, aún mejor,
si lo prefieres, un agnel de oro.»


     Manuscritos de la Biblioteca del Rey.


La luna peinaba sus cabellos con un cepillo de ébano, que argentaba con una lluvia de luciérnagas las colinas, los prados y los bosques.

***

Scarbo, gnomo de abundantes tesoros, aventaba en mi tejado, al grito de la veleta, ducados y florines que saltaban al compás, sembrando la calle de piezas falsas.

¡Cómo reía burlón el loco que vaga cada noche por la ciudad desierta, con un ojo puesto en la luna y el otro vacío!

«¡Maldita luna! —refunfuñó, recogiendo los tejos del diablo—. ¡Me compraré la picota para calentarme al sol!»

Mas seguía siendo la luna, la luna que se acostaba. Y Scarbo acuñaba en una cueva ducados y florines a golpes de volante.

Mientras que, con sus dos cuernos hacia delante, una babosa extraviada por la noche buscaba su camino en mis vidrieras luminosas.


IV. El enano

«—¡Tú, a caballo!
—¿Y por qué no? ¡He galopado ya tantas veces sobre un lebrel del laird de Lintithgrow!»

     Balada escocesa.


Había capturado desde mi asiento en la sombra de mis cortinas a esta furtiva mariposa, brotada de un rayo de luna o de una gota de rocío.

¡Falena palpitante que, por liberar sus alas cautivas entre mis dedos, me pagaba un rescate de perfumes!

De improviso, e! vagabundo animalejo alzaba el vuelo, abandonando en mi regazo —¡oh, horror!— una larva monstruosa y disforme de rostro humano.

***

«¿Dónde está tu alma, que yo la monte?» «Mi alma, hacanea renqueante por las fatigas del día, reposa ahora en la paja dorada de los sueños.»

Y ella, mi alma, escapaba de espanto por la lívida tela de araña del crepúsculo, por encima de negros horizontes dentados de negros campanarios góticos.

Mas el enano, aferrado a su huida relinchante, se enroscaba como un huso en los copos de su blanca crin.


V. El claro de luna

«Despertaos, los que dormís,
y rogad por los difuntos.»


     Grito del voceador nocturno.


¡Oh, qué dulce es, cuando de noche la hora tiembla en el campanario, mirar la luna, cuya nariz es como una carolus de oro!

***

Dos leprosos se lamentaban al pie de mi ventana, un perro aullaba en la encrucijada y el grillo de mi hogar vaticinaba muy bajito,

Más bien pronto mi oído no se vio sino ante un silencio profundo. Los leprosos habían vuelto a sus cubiles a los golpes de Jacquemart, que pegaba a su mujer.

El perro había tomado las de Villadiego a la vista de las partesanas de la ronda, entumecida por la lluvia y pasmada por el viento.

Y el grillo se había dormido no bien la última chispa apagó su último fulgor en la ceniza de la chimenea.

¡Y a mí me parecía —tan incoherente es la fiebre— que la luna, maquillándose el rostro, me sacaba la lengua como un ahorcado!


VI. Corro al pie de la campana

«Era una construcción pesada, casi cuadrada, rodeada de ruinas
y cuya torre principal, que conservaba aún su reloj, dominaba el barrio.»


     Fenimore Cooper


Doce magos bailaban al corro al pie de la gran campana de San Juan. Invocaron a la tempestad uno tras otro, y desde el fondo de mi lecho yo conté con espanto doce voces que atravesaron procesionalmente las tinieblas.

De inmediato, la luna corrió a ocultarse tras las nubes, y una lluvia acompañada de relámpagos y torbellinos azotó mi ventana mientras las veletas chillaban como grullas, de centinela por ver sobre quién estalla en el bosque el aguacero.

La cantarela de mi laúd, colgado en el tabique, saltó; mi jilguero golpeó con las alas su jaula; algún espíritu curioso volvió una página del Roman de la Rose que dormía en mi pupitre.

Mas dc improviso bramó el rayo en lo alto de San Juan. Los encantadores se desvanecieron, heridos de muerte, y yo vi de lejos a sus libros de magia arder como antorchas en el negro campanario.

Este horroroso fulgor pintaba con las rojas llamas del purgatorio y del infierno los muros de la gótica iglesia y prolongaba en las casas vecinas la sombra de la estatua gigantesca de San Juan.

Las veletas se herrumbraron; la luna deshizo las nubes gris perla; la lluvia ya no caía sino gota a gota de los bordes del tejado, y la brisa, abriendo mi mal cerrada ventana, tiró sobre mi almohada las flores de mi jazmín, sacudido por la tormenta.


VII. Un sueño

«He soñado eso y más, pero no entiendo ni jota.»

     «Pantagruel», libro IIII.


Era de noche. Primero fueron —como lo vi lo cuento— una abadía de muros agrietados por la luna, un bosque atravesado por senderos tortuosos, y el Morimont hormigueante de capas y sombreros.

Después fueron —como lo oí lo cuento— el tañido fúnebre de una campana al que respondían los sollozos fúnebres de una celda, gritos plañideros y risotadas feroces que hacían estremecerse cada hoja a lo largo de toda la enramada, y las plegarias runruneantcs de los penitentes negros que acompañaban a un criminal al suplicio.

Por fin fueron —como acabó el sueño, así lo cuento— un monje que expiraba acostado en la ceniza de los agonizantes, una joven que se debatía colgada de las ramas de una encina. Y yo, desmelenado, que me ataba el verdugo a los radios dc la rueda.

Don Agustín, el prior difunto, tendrá las honras de la capilla ardiente en hábito de franciscano, y Margarita, a quien mató su amante, será enterrada con su túnica blanca de inocencia entre cuatro cirios de cera.

En cuanto a mí, la barra del verdugo se había quebrado al primer golpe como un cristal, las antorchas de los penitentes negros se habían apagado bajo torrentes de lluvia, la multitud se había retirado con los arroyos desbordantes y rápidos, y yo proseguía con nuevos ensueños hacia el despertar.


VIII. Mi bisabuelo

«Todo en aquella estancia se conserva en el mismo estado, si no fuera porque la tapicería estaba hecha jirones y las arañas tejían sus redes entre el polvo.»

     Walter Scott, «Woodstock».


Los venerables personajes de la tapicería gótica, agitada por el viento, se saludaron uno a otro y mi bisabuelo entró en la estancia; mi bisabuelo, ¡muerto hará pronto ochenta años!

¡Aquí —aquí, ante este reclinatorio, es donde él, mi bisabuelo, el consejero, se arrodilló, besando con su barba este misal amarillo abierto por donde marca esta cinta.

Estuvo musitando oraciones tanto como duró la noche, sin descruzar ni un momento sus brazos de su gorguera de seda violeta, sin desviar ni una mirada hacia mí, su posteridad, acostado en su lecho, ¡su polvoriento lecho con dosel!

¡Y yo notaba con espanto que sus ojos estaban vacíos, si bien parecía leer; que sus labios permanecían inmóviles, aunque yo le oyese rezar; que sus dedos estaban descarnados, aunque centelleasen de pedrería!

¡Y yo me preguntaba si velaba o dormía, si eran las palideces de la luna o de Lucifer, si era medianoche o apuntaba el día!


IX. Ondina

«... Je croyais entendre
Une vague armonie enchanter mon sonmeil,
Et prés de moi s’épandre un murmure pareil
Aux chants entrecoupés d’une voix triste et tendre»


     Ch. Brugnot, «Los dos Genios».


«¡Escucha! ¡Escucha! Soy yo, Ondina, quien roba con estas gotas de agua los losanges sonoros de tu ventana iluminada por los sombríos rayos de la luna; y aquí estoy, vestida de moaré, señora del castillo que contempla en su balcón la bella noche estrellada y el bello lago dormido.

«Cada ola es un ondino que nada en la corriente; cada corriente, un sendero que serpentea hacia mi palacio, y mi palacio se eleva fluido al fondo del lago, en el triángulo del fuego, la tierra y el aire.

«¡Escucha! ¡Escucha! ¡Mi padre golpea el croante agua con una rama verde de abedul y mis hermanas acarician con sus brazos de espuma las frescas islas de hierbas, de nenúfares y de gladiolos o se burlan del sauce caduco y barbudo que pesca con caña!»

***

Murmurada su canción, me suplicó ella que recibiera en mi dedo su anillo para convertirme en el esposo de una Ondina y que visitara con ella su palacio para convertirme en el rey dc los lagos.

Y como yo le respondiera que amaba a una mortal, mohína y despechada, vertió unas cuantas lágrimas, lanzó una carcajada y se desvaneció en chaparrones que chorrearon blancos a lo

largo de mis vidrieras azules.


X. La salamandra

«Echó al hogar unos cuantos ramos de acebo bendecido, que ardieron crepitantes.»

     Ch. Nodier, «Trilby».


«Grillo, amigo, ¿acaso has muerto, que permaneces sordo al sonido de mi silbido y ciego al resplandor del incendio?»

Y el grillo, por muy afectuosas que fueran las palabras de la salamandra, nada respondía, sea porque durmiera un sueño mágico o por darse el capricho de simular enfado.

«¡Oh! ¡Cántame tu canción de cada tarde en tu chocita de ceniza y de hollín detrás de la placa de hierro blasonada con tres flores de lis heráldicas!

Mas el grillo aún no respondía, y la salamandra, desconsolada, tan pronto dábase a escuchar no fuera a ser su voz, tan pronto zumbaba con la llama de cambiantes colores, rosa, azul, rojo, amarillo, blanco y violeta.

«¡Está muerto, muerto, mi amigo el grillo!» Y yo escuchaba como suspiros y sollozos mientras la llama, lívida ahora, decrecía en el hogar entristecido.

«¡Está muerto! ¡Y, pues muerto está, también yo quiero morir!» Las ramas de sarmiento se habían consumido, la llama se arrastró sobre la brasa diciéndole adiós al mar, y la salamandra murió de inanición.


XI. La hora del sabbat

«¿Quién atraviesa tan tarde el valle?»

     H. de Latouche, «El Rey de los Alisos».


¡Aquí es! Y ya, en la espesura de los matojos, que ilumina apenas el ojo fosfórico del gato salvaje acurrucado bajo la enramada;

En los costados de las rocas que sumergen en la noche de los precipicios su cabellera de zarzas, chorreante de rocío y de luciérnagas;

Sobre el borde del torrente que mana en blanca espuma de la frente de los pinos y que cae en llovizna como vapor grisáceo al fondo de los castillos;

Una multitud se reúne innumerable, que el anciano leñador demorado por los senderos, con su carga de leña al hombro, escucha y no ve.

Y, de encina en encina, de otero en otero, responden mil gritos confusos, lúgubres, aterradores: «¡Hum! ¡Hum! ¡Schup! ¡Schup! ¡Cucú! ¡Cucú!»

¡Aquí está la horca! Y ahí aparece entre la bruma un judío que busca algo entre la hierba mojada, al resplandor dorado de una mano de gloria.*

*Mano de un ahorcado que portaba una luz y paralizaba al que fuera por ella alumbrado.


     Aquí termina el tercer libro de las fantasías de Gaspar de la noche

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