White_
[Lo despertó el picor del polvo en la nariz, todo era oscuridad. Cada aspiración le causaba dolor en el lado izquierdo. Había dejado de sentir sus piernas.] El salón, aquel año, nos tocó en el tercer nivel. Pero ¿en qué cabeza cabía rellenar piso tras piso de salones escolares y dejar los baños en la planta baja? Era un fastidio verse sorprendido por las ganas incontenibles de mear. No entiendo cómo ningún escuincle, en su alocada carrera cuesta abajo, se fue de bruces en las escaleras para romperse la cabeza. El regreso era otra cosa: un andar pausado, subir uno a uno los escalones, con la vejiga vacía y la certeza de perder unos minutos (pocos, pero gloriosos) de perorata del maestro. El Pingüino, así lo bautizamos desde el primer día de clases. Era uno de los últimos maestros a la antigua, uno de los que aún daba reglazos a los niños (a las niñas no, y eso que eran unas mustias de lo peor). [No intentó moverse. Los crujidos, rechinidos y voces lejanas le aconsejaron quedarse quieto. Ese sabor en la boca lo transportó. Allí, inmóvil, a oscuras, con el polvo agolpándosele en los pulmones, recordó esas noches de infancia en que sus hemorragias nasales le hacían la bromita de manchar la funda de la almohada trazando mapas imaginarios, rostros fantásticos, y a veces sólo círculos irregulares. Manchaban la pijama, el edredón, no sin antes ahogarlo momentáneamente con ese sabor ácido y salado casi imperceptible pero inolvidable para la lengua infantil.] Andrés se sentaba detrás mío. Era un biólogo desquiciado en potencia. Por su pupitre pasaron cuantas alimañas permitidas: culebritas de agua, camaleones, tortugas chinas, chapulines, arañas patonas, y por supuesto sus favoritas: las ratas blancas. Justamente, en uno de esos regresos victoriosos del mingitorio, me topé con Andrés. Estaba en el corredor, recargado contra el muro, cerca de la puerta de nuestro salón. Tenía los ojos rojos, las fosas nasales llenas de mocos que sólo lograba embarrar en la manga de su suéter azul. Lloraba, pero no como las escuinclas que berreaban, no, su llanto era terriblemente silencioso. Un pinche güerito (ni de su nombre me acuerdo) había traído una rata blanca. Andrés cargaba con la suya todos los días, muy bien entrenada: se llamaba White y sólo asomaba el morrito por la bolsa de su camisa (esa, la que tenía el escudito bordado). Y el güerito, claro, no podía quedarse atrás. Juntó a las ratas para que se conocieran, supongo. Se armó la batalla ratonil. El maestro detuvo la algarabía y expulsó a Andrés del salón con todo y cargamento. [Sintió la punzada en su vientre y recordó sonriendo la absurda situación. ¿Cómo podía lanzarse en picada a sus recuerdos infantiles?: el pánico del primer día de clases en su escuela nueva, el quinto año de primaria, el maestro Ramón. Y ese güerito deshabrido ¿Ralph, se llamaba? Un resplandor anaranjado asomaba por las diminutas grietas que tenía frente al rostro, un nuevo picor le sacudió la nariz, era olor a carne quemada. Acostado, oprimido, inmovilizado por las varillas y el cemento troceado, ahí, en su pequeña cueva impuesta recordó a la White.] Me acerqué a Andrés. Abrió sus manos y me mostró su cargamento. Ahí estaba la White, con el pelaje transformado, como si alguien le hubiese untado manteca, señal de que no volvería a asomar el morrito por el bolsillo de Andrés. Sus ojillos semientornados, el hocico abierto, y el espasmo de cada respiración. En el costado había una pequeña hendidura roja por donde podía ver (con esa perversa fascinación de niño) algo diminuto que adiviné eran entrañas. Nos sentamos lado a lado, cómplices de algo parecido al consuelo. —Si se muere, la White no se va ir al cielo— me dijo Andrés. Así era, según los cánones de nuestro mentor el padre Ignacio. O por lo menos eso había respondido ante la pregunta de una niña cándida y piadosa: —Padre, ¿y los animalitos se van al cielo? —Sacrilegio, no, de ninguna forma, los animales no tienen alma. [El tremor se detuvo, pero el polvo entraba por cada ranura de aquella prisión. El dolor se había ido. Sólo quedaba el hormigueo y el presentimiento de que algo dentro de él había terminado por reventar. Aquella certeza regresaba, aquella del pelaje. Pero la fatiga y el terror lo habían invadido, no quedaba conciencia para lamentar su final. Entrecerró los ojos aferrado al recuerdo de sus ratas blancas.] De los ojos de Andrés escurrían grandes goterones, apretaba los labios, por supuesto los hombrecitos no lloran, no señor, y menos porque el sacrosanto padre Ignacio afirmó que los animales muertos se iban a ningún lado. La White murió. [La White, tan perfectamente blanca que sólo podía nombrársele White. De su pequeña jauría de ratas blancas, sin duda esa había sido su mejor logro. Era como un perro miniatura, respondía a su nombre, se levantaba en dos patas para pedir golosinas y doblaba las orejas en señal de sumisión ante la caricia del dedo índice. Su mejilla, apelmazada contra algo que había sido el piso de su cuarto, sintió un tremor sutil de la tierra. A lo lejos las voces se tornaron aullidos.] El salón, aquel año, nos tocó en el tercer nivel. El recuerdo asomó al encontrarme con esos excompañeros: —Qué sorpresa, estás igual, a quién has visto, yo soy arquitecto, ¿abogado?, pues la vida da vueltas, y te acuerdas del chavo de las ratas, cómo, no supiste, se murió en el terremoto, se le vino el edificio encima, ¿qué cosas, no? Nos despedimos, algo incómodos. Y qué, ¿les tenía que contar la historia?, ¿para qué? Bastaba con sacar la lista de honorables respuestas: cuánto lo siento, qué terrible, qué infortunio. [Y ahí asomó, entre los escombros, blanca, luminosa y nuevamente tersa como copo de nieve. Había regresado. Andrés sonrió cansado. Sintió su naricilla húmeda en sus párpados. La rata dobló sus orejas en señal de sumisión y se le acurrucó en la barbilla. Ahora podría cerrar los ojos y dormir arrullado por el cosquilleo de los bigotes. Dormir, y no regresar.] |