Métodos de adivinación 1-9
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Diecinueve fueron los textos publicados bajo el nombre de Métodos de adivinación, columna que habitó en el Guardagujas, suplemento de La Jornada, Aguascalientes entre 2011 y 2012. He aquí los métodos reunidos (1-9):
I. El augur
Hoy sólo son curiosidades, pero en los parques de mi infancia los pájaros adivinadores eran parte del paisaje. Casi siempre se trataba de canarios, aunque se podía ver uno que otro gorrión. Estaban encerrados en pequeñas jaulas de carrizo custodiadas por el pajarero, si acaso ese era el nombre de tal oficio y no el de entrenador. Este personaje dejaba salir al pájaro de la jaula para que realizara actos inauditos como empujar una carreola diminuta o colocar un biberón de plástico sobre un bebé del mismo material. El pajarero declamaba las órdenes y las razones del actuar del pajarillo, siempre con un tono agorero. Al final, el acto culminaba cuando el pájaro sacaba de una caja, con el pico, un papel doblado: ahí se leía la suerte que nos estaba deparada. No logro recordar ningún escrito, pero sí la sensación de maravilla que me provocaba ver al ave realizando todos esos prodigios al tiempo que mi emoción crecía porque se acercaba el momento del papelito. Ahora imagino que todos los augurios en la historia de la humanidad eran un poco de esto: de los ojos que atesoraban aves varias, sus cantos, sus vuelos, su hambre y su sed. En parte todos los que aguardaban el augurio eran como niños que buscan maravillarse, o bien sólo como niños que buscan olvidarse del espanto. La adivinación fue, es y será un bastión ante la incertidumbre de todo aquello que nos rodea. Nos impele la urgencia de buscar certezas; de alguna forma buscamos minimizar la única que poseemos y que es la de sabernos mortales. Pareciera que sólo queda llenar el espacio entre el nacimiento y la muerte con el mayor número de certezas posibles, como si así pudiéramos frenar nuestra carrera hacia el fin último, como si así pudiéramos amortiguar el golpe. El hombre ha buscado respuestas en la cabellera de los cometas, en las aberraciones, en los fenómenos climáticos y hasta en los huevos. Ha encontrado designios en la superficie del agua, en la sangre de las vísceras, en la línea de la palma de la mano y en las llamas. Ha venerado a los profetas y ha maldecido a los que son falsos. Y en las más hermosas narraciones, ha dejado testimonio de su conversación con los muertos, con los dioses y con otros emisarios fantásticos. En la mántica está implícita la idea de dios, de lo sobrenatural y de una existencia más allá de nuestra vida terrena. Todo acto de adivinación busca apropiarse de lo que pertenece a los dioses. Entonces se me ocurre que los canarios de mi infancia eran un acto de arrogancia disfrazado, como el hecho de que ahora tire arcanos mayores y menores sobre la mesa. Saco el Rey de Pentáculos, le hago un guiño a la carta y ambiciono su trono. Nadie debe despreciar los pentáculos, que simbolizan la “magia” de la creación ordinaria. Temo escribir esta columna bajo un título inmenso y dual, Métodos de adivinación, pero pronto reconozco que la “de” pareciera reconciliar a la ciencia con la creencia popular. Al final acepto todo aquello que de alguna forma me otorga certezas. Lo admito, así me sostengo de pie ante lo inexorable. Imagino que un pájaro me da un papel, lo abro y leo que todo lo anterior no es cierto, y que sólo es una celebración de la palabra escrita. Pero elijo creer que tomo otro papel, por mí misma, en donde leo que en este espacio la cledonomancia se agazapa. Entonces exclamo, con voz contundente, “lector”, en espera de que el sino de quien esto lee se transforme y que quizá avisore una certeza. Erika Mergruen
II. El nigromante
Me gustaría decir que sueño con zombis, que mis noches son de lo más apocalípticas, repletas de toda la parafernalia de moda. Que despierto con la palabra sesos en la boca y que a veces, presa del antojo, salgo y visito el mercado de mi colonia para guisar unos de res en mantequilla negra. Pero nada de esto es verdad. Yo sólo sueño con muertos, con mis muertos y los muertos de otros. Ahí las salpicaduras de salsa de tomate no son una posibilidad; ahí los miembros no están corruptos ni se desprenden como lo hacen las alas de un pollo bien rostizado. Yo sólo sueño con muertos, tal como eran en vida, los distingo por su tono cerino y el silencio con que me advierten que están en la otra orilla. A veces me lamento, sobre todo cuando sueño con mis muertos. A veces me callo, sobre todo cuando sueño con los muertos de otros. No es nada alentador llegar con un amigo y decirle: “hey, anoche soñé con uno de tus muertos”. Porque así como no despierto con la palabra sesos en la boca, tampoco tengo la frase que pudiera dar respuesta o consuelo a los deudos, a los moradores abandonados de este lado del río. Me gustaría decir que soy un nigromante, que por ello sueño con mis muertos y con los de otros. Y no me refiero al nigromante que trota en los páramos de un juego ni al que realiza conjuros en una novela de fantasía. Hablo de la nigromancia llana, de la consulta oracular de los muertos. Pero ni siquiera he logrado ser un nigromante por accidente como ocurrió en Hamlet. La verdad es que, en la mayoría de mis sueños, sólo observo a los muertos, a veces en lontananza. Otras veces sólo los escucho cuando se esconden tras alguna puerta mal cerrada. Los he visto ir y venir del otro lado del caudal, los he visto sentados, meditabundos, en un sillón, silentes. Ellos nunca me miran, como si estuvieran atentos a algo que yo no logro vislumbrar; o porque, simplemente, en su mundo soy yo la invisible. Insisto: me gustaría soñar con esos falsos muertos que llaman zombis, y acaso ser uno de ellos, para cruzar cementerios en MTV, para perseguir mortales por la campiña inglesa, para ensuciar un centro comercial. Ser caricatura que rebota en las antenas de las azoteas o vivir impresa en las camisetas y en las portadas de los libros. Ser un zombi, retorcerme y escupir en los rostros y en las aceras y en las sábanas y en la comida desperdiciada en el fin del mundo. Pero yo sólo sueño con muertos y todavía no entiendo cómo comunicarme con ellos. Aunque sí he logrado que me observen por un segundo, como quien cree que ha visto un ratón dar la vuelta en el quicio de una puerta. Y sí he logrado que asientan, y en mi efímera consulta al oráculo de los que han partido yo interpreto que ellos están bien, o que yo estoy bien o que los deudos deben estar bien. Además, me gustaría decir que el más allá existe, que por eso sueño con mis muertos y con los de otros. Pero no lo sé de cierto porque, como les he dicho, no soy el gran señor de la umbra, ese que maneja a su antojo el residuo de la existencia pasada de todos esos fantasmas cuya manifestación sensible es prueba de su vida ultraterrena. Lo admito, nada puedo con los muertos, y todavía menos si en mi sueño están dormidos, como regados por ahí, porque entonces sé que debo huir del lugar antes de que despierten, y rezar para no ser atrapada, y no sentir miedo cuando sus dedos rozan mis tobillos. Me gustaría decir que sé lo que ha dicho mi abuela y tu padre y mi abuelo y tu hijo y el amado y tu amada y mi hermano, para que todos nosotros encontrásemos consuelo. Pero mi tarea onírica se limita a cerrar la puerta mal cerrada una y otra vez, aunque algún día la veré de par en par y entonces no podré contarles qué hay detrás. Sólo cierro puertas, y huyo, y escribo esto con el mismo miedo que he sentido toda la vida, que hemos sentido todos. Ese miedo, tan instintivo, que sentimos cuando alguien nos llama por nuestro nombre, aun cuando nos hemos quedado solos en casa. Erika Mergruen
III. La licnomancia
Desde niña me gustaba perderme en los laberintos dorados de los retablos y sentir inquietud ante la mirada de esos falsos títeres que algunos llaman querubines. Busco y siempre encuentro: vides, flores, carrizos, llagas, ojos de vidrio, terciopelos, parafina y telas de araña. Pero que el lector no se engañe, no profeso ninguna religión, ni siquiera fui educada en una, cuestión que agradezco pues acaso esta neutralidad es la que me permite disfrutar las expresiones plásticas de la fe dentro de las iglesias. Hace unas semanas conocí una edificación nueva, de las más hermosas que he visto. Era una iglesia con olor a bosque, seguramente porque toda ella está acabada en madera: paredes, cielo raso, duelas, bancos, cristos y santoral. Reconfortaba con su temperatura perfecta, con su acústica adecuada, y bendecía las pupilas con su claridad justa para contemplar las formas. Podría uno quedarse ahí para siempre, buscar un nicho vacío y sentarse por toda la eternidad para leer, para observar o simplemente para estar. Debo aclarar que no siento lo mismo en todas las iglesias; no todas poseen la misma “vibra”, pues las hay desasosegadas, grises, frías y, digámoslo, desangeladas. Pero la iglesia de madera es angélica; dentro de ella, el más ateo podría afirmar que ahí se escondió Dios, de todo y de todos. Tal era el silencio dentro de aquella iglesia que fue inevitable escuchar los rezos en lengua de uno de sus visitantes. Observé como él colocaba cierto número de velas frente al santo de su devoción, hincado, y enseguida comenzó a rezar. Su rezo parecía más una conversación con un viejo conocido. No entendí el significado de aquellas palabras, pero traté de entender dónde se guarda esa fe, de dónde surge y cómo es que no se deteriora aunque su depositario pertenezca a uno de los estratos más olvidados de esta sociedad. No tengo dudas, la fe verdadera, esa cosa inasible, es tan íntima que no se obtener con un simple ritual. Era tanta la belleza del gesto que, por un momento, deseé rescatar al cristo muerto de su ataud de vidrio y resanar sus llagas y peinar sus cabellos enredados en la corona de espinas. Deseé librarlo de esa imagen de sufrimiento que ha atemorizado y provocado culpas por siglos. Mas luego sentí tristeza al recordar todo aquello que fue sepultado bajo esos símbolos hechos de madera y láminas de oro y óleos vermellón. Imaginé a aquel hombre que rezaba en lengua con sus mismas velas pero en otro templo, o tal vez a campo abierto, leyendo las llamas, maestro de la lictomancia, encontrando respuesta a todas sus preguntas en el movimiento del fuego. Entonces sentí que las llamas de las veladoras se agitaban en los vasos y las de las velas se retorcían como deseando desprenderse del pabilo para quemar toda esa madera pía. Y tuve la certeza de que en esa iglesia barroca sólo yo escuchaba el grito del fuego, pues ya nadie desea escuchar sus respuestas. Aun más, pensé que todas las respuestas habían sido canceladas, lo supe al descubrir dos tallas primorosas de las ánimas del purgatorio. Los torsos, uno de hombre y otro de mujer, me observaban atrapados en las llamas estáticas de madera, rojísimas. Ambos estaban custodiados por capelos de acrílico, para protegerlos del paso del tiempo; como si alguien se empeñara en perpetuar esa respuesta lapidante, la “verdad absoluta” sobre el destino de los pecadores, de esos seres alejados de esta gran iglesia, de aquellos que piensan en lavar los cabellos de una estatua de madera y en curar el dolor de sus falsas heridas. Vi a una mujer, se dirigió a uno de los altares desde donde una virgen vestida de rosa nos observaba. La mujer se hincó y comenzó a cantar, también en lengua. Su voz era de una dulzura inaudita. Por un momento las llamas todas guardaron silencio. Quise creer que era un ángel enviado para distraerme, para que dejara de pensar que toda creencia se deteriora, como esos lienzos sacros que las polillas devoran en secreto antes de arrojarse al fuego en busca de la respuesta última. Erika Mergruen
IV. La hidromancia
1. La falsa historia Si él hubiera nacido en un desierto, otro hubiera sido su destino; la ausencia casi total de agua no lo hubiera orillado a ahogar sus demonios en alcohol. Las dunas hubieran contado otras historias; otros destinos hubieran sido dibujados sobre la arena por los escorpiones. En fin, otra hubiera sido la vida de Cyparis. Pero los hubiera no existen, sólo son el suspiro último de la esperanza. Justo a él le tocó vivir en una isla, un terruño tomado por la voz del agua que le susurraba imágenes constantes de la muerte. Desde pequeño le bastaba asomarse al pozo de su casa para presenciar, por adelantado, sobre el reflejo del agua, la muerte inminente de algún conocido. Y le bastaba sorber el agua del vaso para ser testigo del naufragio de una embarcación y reconocer el azul de los ahogados. Sin embargo, pudo minimizar su terror cuando tuvo edad suficiente para adormilar a sus demonios con sorbos de aguardiente. En aquella isla, de ser Cyparis, el loco, pasó a ser Cyparis, el beodo. Mas todo fue distinto la noche del 7 de mayo de 1902. Se alistaba para salir a tomar el fresco nocturno, apenas recuperado de la borrachera anterior, e ir al mismo tugurio cercano al muelle. Lo que vio en la palangana donde enjuagaba su rostro superó por mucho todo lo que había visto en su vida de hidromancia. Sobre la superficie del agua, reconoció su isla, Saint Pierre, devastada: los cuerpos de sus habitantes yacían esparcidos aquí y allá, unos sólo eran osamenta, otros estaban hinchados y reventados como cocidos por el fuego del mismísimo infierno. Más allá, en el mar y como custodiando ese averno, dos barcos parecían irse a pique sin que sus tripulantes, meros cuerpos achicharrados, se dedicaran a izar las velas o a tomar el timón. Un tufo asqueroso invadió su cuarto, como de tripas descompuestas que alguien decidió freír. Cyparis, al borde de la locura, decidió que esa noche acabaría con su terrible sino, al fin su propia muerte le regalaría la añorada ceguera. De existir algún testigo, éste hubiera relatado cómo Cyparis, el beodo, había intentado suicidarse bebiendo alcohol. Que había tomado aguardiente hasta el grado de perder la razón, lo que lo llevó a intentar apuñalar a un marinero que estaba de paso por la isla. El relato hubiera culminado con su arresto, ante la trifulca, y su encierro en uno de los calabozos de piedra de la ciudad. A la mañana siguiente, el 8 de mayo de 1902, a las 7:30, Cyparis supo que su intento de suicidio había sido infructuoso. Lo supo al oír el estruendo que fue seguido de los alaridos de terror y de dolor de la gente de Saint Pierre. Una nube gris, pero candente, entró por las rendijas de su celda. Al instante sintió cómo su piel se desintegraba ante la oleada de calor. Cyparis se arrojó bajo el camastro y se hizo uno con el tremor de la tierra. Él ya conocía el desenlace. 2. La historia oficial El 8 de mayo de 1902, a las 7:30 de la mañana, el Monte Pelée hizo erupción. La ciudad de Saint Pierre fue arrasada. Según los registros, aproximadamente 30,000 personas murieron en el cataclismo. Sólo dos habitantes sobrevivieron: Léon Compere-Léandre, zapatero, y Louis-Auguste Cyparis. La erupción del volcán no fue sorpresiva sino la culminación de una serie de temblores y emanaciones que alertaron a la población durante los días previos. Incluso tuvo lugar un fenómeno de invasión: cientos de serpientes e insectos atestaron la ciudad en su huida de lo que se avecinaba. La alerta fue aplacada por el gobernador Louis Mouttet ante la inminencia del día de votaciones que se llevaría a cabo el 11 de mayo. No se procedió a la evacuación. Curiosamente la explosión mayor ocurrió el 10 de mayo, pero en el lugar ya no quedaba nadie para ser víctima. 3. La historia entre las historias El lector adivinará que la historia de Cyparis es producto de mi imaginación, porque de alguna forma trato de buscar una explicación, por no decir consuelo, ante el hecho de que los intereses políticos de unos tengan tal precio. Quiero culpar a los hados, o quiero culpar a Cyparis por ser el adivino que nada hizo. Porque estoy cansada de reconocer que la culpa es de la mezquindad del hombre. Hoy, en este país, que no es una isla, busco explicación, busco consuelo, para mí y para otros, para todos. La única vía es: imaginen. Sean el Cyparis no de mi invención, sino el de carne y hueso, el sobreviviente que mojó sus ropas con su propia orina y luego recorrió el mundo como espectáculo de circo (y no en el sentido peyorativo sino el de alguien que logra asombrarnos y nos inspira a seguir adelante tras el estallido de un volcán). Erika Mergruen V. La ovomancia
Jalo una caja y el huevo sale volando, aunque manoteo en el aire termina estrellándose en el piso de la cocina. Maldigo, tomo el trapo y antes de limpiar aquella sustancia viscosa trato de dilucidar una forma, emulando a aquellos adivinadores que contemplaban huevos. Algunos los colocaban al fuego y observaban la reacción, otros vertían la clara en agua hirviente, y de la forma que ésta tomara al coagular, obtenían la respuesta. La ovomancia fue uno de los métodos de adivinación usado por Mme. Lenormand, famosa por sus predicciones y por ser la adivinadora de cabecera de la emperatriz Josefina, y por ser la que predijo la muerte de Marat y de Robespierre en la Francia del siglo XIX. La última vez que comí un huevo tibio era todavía niña. Recuerdo los portahuevos de casa de mi abuela, eran de plástico con la base en forma de hoja, verdísima, sobre la cual yacía la mitad de un cascarón de huevo de gallina. No he olvidado el sabor de la yema que supongo es como la de un trocito de sol. Me gustaba sumergir en ella una tortilla enrollada y espolvoreada con sal. Ese es un sabor irrepetible, que sólo permanece en mi memoria y que jamás volveré a probar, pues desde hace muchos años no puedo comer yema sin que me provoque ganas incontenibles de vomitar. Algunos dicen que es natural desarrollar ciertas fobias o alergias. No sé qué clase de desencuentro tuve con las yemas de huevo, lo que sí sé es que fui alejada para siempre de los huevos tibios, de los fritos y de los poché. Y ya poco tolero los huevos en las otras presentaciones. Pronto el umbral que nos separa, al huevo y a mí, será infranqueable. Me gusta imaginar que si hubiera seguido comiendo huevos motuleños o a la florentina hubiera develado grandes secretos. Mi oficio hubiera sido otro y tal vez hasta hubiera sido viajera con el afán de buscar huevos de todas las especies e indicar con precisión los destinos de unos y otros. Hubiera sido adivinadora y curandera, la que señalara el mal de amores con huevos revueltos con tocino o sobre una cama de tortilla de maíz; la que pondría sabor al futuro de los insípidos con salsas verdes y rojas, la que daría orden a los consultantes con omelettes redondos, o firmeza con un huevo cocido o dulzura con un soufflée de vainilla. A los místicos les hubiera reservado los huevos de tortuga, a los de larga vida la gelatinosa consistencia de un huevo milenario. A los niños los hubiera alegrado con huevos decorados o con la tersura de los de chocolate. Para la fertilidad hubiera destinado los escamoles guisados con epazote, y para la humildad los diminutos huevos de codorniz. Y a los mal pensados los hubiera increpado al mostrárles la resistencia de un huevo de avestruz mas no los “güebos” de esta. Mi vida hubiera sido otra, pero me consuela pensar que acaso hubiera terminado como Casandra, a la que todos ignoraron. Y que más de un escéptico se hubiera mofado de mí argumentando que yo presumía de ser el profeta del mismísimo Conejo de Pascua o la reencarnación de Humpty Dumpty. Peor aún, me hubieran mandado a la hoguera por bruja, o me hubieran crucificado y pasados los siglos alguien hubiera fundado una secta en mi nombre, la de La Mártir de la Álbumina, la de La Iluminada de los Merengues, y mis seguidores hubieran matado, saqueado, depredado y mancillado en mi nombre. Limpio la clara y la yema del suelo, porque temo que sólo sé leer hubieras tan parecidos y trillados a otras historias que fueron pasados esperanzadores y ahora son presentes poco afortunados. Erika Mergruen
VI. La bibliomancia
1. ¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que él ha hecho habitar en nosotros? (La Santa Biblia) La bibliomancia consiste en abrir al azar un libro para elegir una frase que dará respuesta a la consulta realizada. En otros tiempos, la Biblia solía ser el libro favorito de los bibliomantes. Aunque bien mirado, practicar la bibliomancia con dicho texto tiene algo de herético, pues los cánones eclesiásticos fueron los primeros en condenar los métodos de adivinación. Pero su uso me parece lógico, para cierta época, en tanto que señalaba con precisión lo que estaba bien y lo que estaba mal. En lo personal nunca usaría la biblia como método de adivinación, pues tendría que tener cuidado en no abrir el folio en el Antiguo Testamento, siempre tan radical, y evitar a toda costa el apartado del Apocalipsis. No quiero imaginar qué interpretación haría si para decidir sobre un acto u otro apareciera la Bestia o algún verso sobre los Sellos Rotos. 2. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso. (La muerte en Venecia, Thomas Mann). Hace unas semanas comentaba con un amigo sobre cuan sorprendente es entender, pasados los años, a algunos personajes que conocimos en nuestra juventud. Así me ocurrió con el patético Aschenbach, a quien conocí en mi adolescencia gracias a la película Muerte en Venecia de Luchino Visconti (1971). En aquellos días me resultó inolvidable mas inentendible aquella escena final del cuerpo de Aschenbach por cuyo rostro escurría el tinte de cabello, mientras el Adagietto de Mahler estrujaba el esternón del espectador. Ahora que mis años son muchos, o los suficientes para experimentar el inicio del declive del cuerpo, entiendo la actitud de aquel hombre silente que guardó su deseo para que la peste lo aniquilara. De joven uno sólo sabe actuar, gobernado por el impulso. Uno es Tadrio contemplando la inmensidad del océano, señalando al horizonte que es futuro lejano, o la sede donde Dios, sus ángeles y sus demonios irradian inmortalidad. No podía entender por qué Aschenbach no vendió su alma al diablo con tal de poseer a Tadrio. Creo que lo hubiese hecho de haber tenido la posibilidad. Descubro que no la tenía, nunca la tuvo, cuando releo La muerte en Venecia de Mann. El deseo se estrella contra la imposibilidad. La magia no existe ni los seres sobrenaturales; ahí no hay espíritus, sólo la certeza de la mortalidad que se materializa en la peste que ronda Venecia. La misma mortalidad que al final, del libro y de la película, posee a Aschenbach. Admito que me horroriza entender a Aschenbach, sentir que ya todo lo que me espera es la imposibilidad. 3. El deseo anhelante/acompaña nuestros pasos. (Fausto, Goethe). Cierto, en aquellos días comprendía mejor lo que había hecho Fausto, porque entonces yo también hubiera vendido mi alma a Mefistófeles con tal de hacer realidad un deseo. Así la magia transforma lo inalcanzable en alcanzable; lo inalcanzable, en sí mismo, nos brinda esa posibilidad. Hoy tomé los dos libros, ambos de autores alemanes, dos traducciones, por lo que la respuesta al practicar la bibliomancia podría verse afectada o doblemente reinterpretada. Sin embargo, creo que son excelentes para consultar acerca del deseo. Eso pensé al principio. Pero luego dudé. Creo que el deseo per se ya es una adivinación. Pero algo en el libro de Mann me hace dudar. Si bien el Fausto de Goethe trata sobre alcanzar lo inalcanzable. En cambio La muerte en Venecia de Mann trata sobre la belleza, sí, y la imposibilidad de poseerla. Aquí, la adivinación ha sido cancelada. Y se me ocurre que no es culpa del autor sino de la época en que vivió, pues si Dios murió en el siglo XX, por ende, el Diablo también. Y la magia, supongo, murió con ambos. Deseo que el Diablo exista, y Dios y sus ángeles, con tal de ser Tadrio una vez más, para intentar asir el horizonte. Me llamo a engaño, yo sé que la magia resucita cada que vez que abro un libro, para recrearme, para encontrar respuesta a mi consulta creyéndome el último bibliomante: Yo soy para mi amado, y hacia mí tiende su deseo. (La Santa Biblia) Erika Mergruen
VII. La
oniromancia
Y ahí estaba yo, en el sueño, perdida enmedio de una selva y con la prisa de regresar a casa. Trataba de encontrar una vereda que me acercara al desfiladero. Estaba segura que vislumbraría la forma de llegar a la colina, pero llegué al borde de lo que temí fuera un precipicio insalvable. Me equivoqué. Lo que vi difuminó todas mis angustias. Había descubierto el Golfo del Territorio de mis Sueños. A la izquierda, se encontraba un inmenso edificio de vidrio opaco que irradiaba luz desde su interior el cual no visitaría ni entonces ni ahora; a la derecha, la selva virgen se estrellaba contra el desfiladero buscado. No oí llegar al explorador, estaba ensimismada tratando de entender quién había arrojado aquél trozo hermoso de urbanización en medio de la nada. El hombre me saludó, tenía cara de extranjero, de esos que reniegan del primer mundo para internarse en tierras inhóspitas. Era el cliché del aventurero. Le dije que estaba perdida, que necesitaba regresar a mi casa antes del anochecer y que ignoraba cómo había llegado ahí (como suele ocurrir en casi todos mis sueños). Me tranquilizó, me señaló que el camino que buscaba estaba abajo, del lado izquierdo de la ribera. Lo seguí sin titubear, él exhibía una sonrisa franca y desparpajada. Me gusta creer que, según los cánones, aquel personaje era uno de los oniros quien trataba de darme algún mensaje. Aunque también me gusta creer que el mentado oniro se pudo ahorrar todo el desplante escénico para decirme que yo siempre sería glotona y andaría siempre buscando un camino. Tras encontrarnos, en el sueño, caminamos un trecho. Me contó que se dedicaba al estudio de las aves típicas del lugar. En ese momento decenas de pájaros invadieron el ambiente, volaban veloces. Parecía como si una mano invisible lanzara pinceladas de color contra los verdes de la selva. Eran pequeños, parecidos a los gorriones llaneros de la ciudad, pero muy coloridos. Los había verdes, rojos, azules y amarillos. Le dije que aquellos pájaros me recordaban a los periquitos australianos. Él rió ante mi ignorancia, me dijo que mi comparación era pobre y atroz, porque sus aves, ademas de colorear el paisaje, eran un manjar exquisito. Llegamos a una choza; su fachada se resumía a una puerta hecha con tablones y un letrero deslavado en el que se adivinaba una guirnalda de flores magenta y las palabras “aves coloridas”. Por fuera parecía estrecha, pero al entrar el espacio se tranformaba convirtiéndola en un gran galerón. Sobre un plato de porcelana blanquísima, yacían los cuerpos de tres avecillas. Aunque desplumadas, y muy similares a una codorniz, la carne conservaba el otrora color del plumaje. La mujer que nos atendía nos acercó una charola con varias salseras: ¿qué combinación quiere? El oniro explorador me explicó que las salsas, de colores varios, se debían combinar con los colores de las carnes. La paleta culinaria ofrecía distintos sabores al paladar. La mesera decidio por mí, vertió salsa roja sobre la carne azul, amarilla sobre la carne verde, y azul sobre la carne roja. Los diminutos montículos de proteína eran tornasoles. Probé, comí, devoré. Sólo por falta de confianza, o por una anquilosada educación, no pedí más. Aquellas avecillas parecían fusionar, en uno solo, todos los sabores deliciosos que había paladeado y que acaso paladearía en mi vida. Satisfechos, el explorador y yo partimos hacia el desfiladero. Yo tenía que regresar a casa. Todavía hoy tengo la sensación de estar siempre extraviada, y en el transcurso de mi vida onírica he conocido a muchos oniros; pero jamás he vuelto a ver al que se disfrazó de explorador. Aunque sí logré regresar al improvisado restaurante, sólo una vez: estaba desierto, abandonado. El letrero había desaparecido. Dentro, las mesas rústicas estaban polvosas, y la selva había devorado ya parte del lugar. Supuse que la gente se había marchado o, qué se yo, tal vez las avecillas habían emigrado o se habían extinguido ante la voracidad de los moradores. Debería intentar acostarme con hambre, despues de un ayuno de tres días, para ver si así puedo regresar una vez más, por si acaso todo a regresado a la normalidad en aquel paraje. Confieso que el no poder retornar al lugar de las aves coloridas me provoca gran nostalgia. Y confieso que el horror verdadero no es la certeza de que andaré siempre sin rumbo, sino la posibilidad de olvidar el sabor del ave azul en salsa roja. Erika Mergruen
VIII. La arbormancia
Me he permitido acuñar esta palabra, arbormancia, que sería el método de adivinación por medio de los árboles (en especial los de Navidad). No tengo claro cuál sería el procedimiento a seguir, pero me parece la vía más fácil para escribir la última entrega de este 2011 y darle un toque festivo a la columna. Aunque todo esto tiene algo de artificio, no me preocupa pues la mayoría de los árboles de Navidad son de material sintético. Además siento que su grado de certeza, en cuanto adivinación, es limitado y las más de las veces ingrato. Lo admito, su designio es burdo: la fiesta familiar, el correr de la gente, las aglomeraciones en la ciudad, el desquiciamiento por los regalitos, los regalos de los niños, lo regalos errados de los niños, los niños sin regalo, la falsa nieve... en fin, el árbol es el recipiente de los abalorios de la festividad. Lector, si en verdad festeja la Navidad por un asunto religioso, lo felicito, disfrute de la calidez de su mesías. Pero la mayoría sólo festejan en torbellino, con las quejas perpetuas de si habrá o no cena, de si la familia es una patada en el hígado, o si no les alcanzó el aguinaldo para lucirse con los regalitos o comprar el gadget de su preferencia. Lector, no se confunda, yo no creo en el mesías que vino, ni creo que exista uno por venir. Ya podrá decir que soy una hereje o una incrédula o una ignorante, y no lo dude, el nombre de esta columna lo dice todo de mí. Lo admito, he optado por la superstición de las letras para, como lo he dicho antes, develar designios donde me plazca. Y ahora me place buscar respuestas en las esferas del árbol de Navidad. En realidad lo que he llamado arbormancia existió, así ocurría con los lituanos quienes reverenciaban a los árboles y de los que recibían respuestas de oráculos. El culto al árbol no es una invención, su divinidad fue tal que está registrado que en ciertos pueblos germanos estaba prohibido hacer daño a un árbol, y que el castigo ante tal atentado era la evisceración del infractor. El árbol mágico nunca encontrará mejor representación que la higuera sagrada de Rómulo, la cual se elevaba en el Foro romano y que, cuando se secó, provocó consternación entre quienes entonces habitaban el imperio. En el origen, los primeros templos fueron bosques o pequeños solares con árboles que se consideraban sagrados. Hoy el árbol de Navidad es una caricatura de aquello que fue, con sus luces y sus figurines de Santa Clos, de hombrecitos de nieve y de toda la fauna y la flora propias de la ocasión. Para tomar un tono entrañable, que es lo que dicta la época, les aconsejo que vayan a comprar un árbol natural e imaginen que es un roble, una ceiba o un ciprés —sólo por mencionar algunos de los árboles que se han considerado casas de espíritus arbóreos— e inventen un ritual para adorar al espíritu anidado en él. Sí, me gusta creer que todo tiene alma, aunque me tachen de pagana animista. No soy la única, los primeros grupos humanos creían en ello. Sí, me gusta creer que en el pino que coloco en la casa habita el espíritu navideño que no es el del festejo religioso y ni el de las compras a seis meses sin intereses sino la transmutación palpable de que está próximo el inicio del invierno y se acerca el fin del ciclo anual, y mientras veo el tintineo de las series de luces, recuerdo y agradezco que he estado en la Tierra un año más, porque reconozco que mi paso es tan efímero como el de ese árbol que se secará en enero y que será arrastrado por un camión recolector de la basura con otros árboles más, colgados en racimos, hacia su entierro, como seremos todos algún día, racimos de lo que fuimos: pasajeros y frágiles como las esferas de vidrio. Lector, vaya, ponga su árbol, cocine, festéjese, dé gracias, respire, brinde: ¡Feliz árbol de Navidad! Erika Mergruen
IX. La hieroscopia
1. De las vísceras, las tripas son mis preferidas. Me gustan cuando arropan algún relleno o cuando flotan en una sopa o, todavía mejor, cuando se transforman en falsa vena y ceden ante el sabor dominante de la sangre en forma de moronga. Pero fritas alcanzan su máxima perfección: ni muy doradas ni blandas, sino en el justo medio en el que los molares dan batalla para triturar su consistencia chiclosa. Los más desprecian las tripas sólo por conocer su origen y función; los menos contendrán la arcada ante la posibilidad —para mí sublime— de sentir el paladar lubricado por su grasa. No entiendo la actitud, pues todo lo que comemos es inmundicia. Bien mirado, una zanahoria o una papa no están a salvo de los besos salivosos de una cochinilla o de una lombriz, y aseguro que las lechugas y las coles conservan estelas luminosas que son senderos trazados por caracoles y babosas. 2. En otros tiempos, las vísceras ocupaban el lugar que merecían: eran puentes entre lo terreno y lo divino, casi arcoiris que revelaban al consultante la suerte de reinos, batallas, matrimonios y gobernantes. La prueba de esto existe tras la vitrina de un museo: se trata de una pieza en bronce conocida como el hígado de Picenza. Esta escultura era una guía etrusca para la lectura de los hígados de las ovejas elegidas para el sacrificio. En esta réplica de tamaño natural, está grabado el mapa de los astros y sus dioses correspondientes: en las entrañas del animal se buscaba encontrar el reflejo del cielo. Los adivinadores, o arúspices, seguían este orden de lectura para sus presagios. 3. Los remilgos ante la mesa, de cualquier índole, son una insensatez, más cuando todavía hoy en día la gente muere de inanición. Lo sé, las madres ya se han encargado de recordárnoslo. Pero lejos del cliché, sí, es una necedad no agradecer lo que se lleva uno a la boca, y las vísceras en la historia de la gastronomía se han ingerido sobre todo en tiempos de hambre o por los menos agraciados en nuestras intrincadas construcciones del poder adquisitivo. Pero han sido esos momentos de mayor necesidad cuando la creatividad ha hecho lo suyo, y tal es su poder de sublimación que han hecho de las vísceras algo divino. Y no lo negarán quienes, con un poco de adiestramiento, podrían ver el futuro de todos en el reflejo de una sopa de fideos rica en mollejas, corazones e higaditos de pollo. 4. No lo niego, mi gula es proporcional a mi ocio, por lo que me resulta inevitable pensar que a cada mordida de un taco de rellena o de machitos dorados me trago un designio, como hacen otros tantos comensales que disfrutan de las entrañas bien guisadas. Así, en una mala broma digestiva, imagino todos esos mensajes divinos que se pierden en mis propias entrañas. 5. Lo que en otros tiempos fue ley, hoy es sólo superstición. Lo que en otros tiempos fue supervivencia, hoy es desperdicio. No sé si está bien, no sé si está mal. No tiene importancia, porque lo cierto es que la ceguera permanece: ya sea la del sacerdote de Huitzilopochtli incapaz de leer los designios en el corazón todavía palpitante del sacrificado que hubiesen podido detener el final de su mundo conocido, o bien la ceguera del sacerdote de la cruz ante las maldiciones escritas en las tripas de los muertos por evisceración. 6. Creo que no es inmundo comer vísceras, mas sí el silencio que guardamos a diario al devorar con las retinas los sucesos que escriben nuestra historia, la misma que en un futuro venidero alguien sentenciará. No falta ser aúspice para descubrir que seremos malditos como otros ya lo son. Erika Mergruen |